Martin Sostre

o la subversión del juicio.

Escritura carcelaria,

derecho y anarquismo

15 'Networks of Solidarity'
Title
Martin Sostre o la subversión del juicio
Subtitle
Escritura carcelaria, derecho y anarquismo
Author
Julio Ramos
Tags
Registro post-mortem

El 24 de abril de 2019 el New York Times sorprendió a sus lectores con un obituario titulado “Martin Sostre, Who Reformed American Prisons from his Cell” (“Martin Sostre, quien reformó las cárceles desde una celda en prisión”).

Presenté una primera versión de este trabajo en el coloquio sobre “Justicia poética: derecho, cárcel y ficción” celebrado virtualmente en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso el 28 de octubre de 2021, una iniciativa de Bernardita Eltit Concha. Agradezco la gestión cálida e incansable de Raúl Rodríguez Freire, así como las conversaciones sobre varios de estos temas. También dejo constancia del diálogo con lxs participantes del coloquio, Bernardita Eltit Concha, Alejandra Sáez Araya y el mismo Raúl Rodríguez Freire. Agradezco igualmente la lectura atenta y las sugerencias de Luis Othoniel Rosa, Alejandra Castillo, Álvaro Contreras y Marta Aponte Alsina que estimularon las revisiones.

La nota de Alexandra Symonds (2019, en línea), periodista de planta del NYT, apareció en la sección Overlooked No More, designación que puede traducirse como no se pasará más por alto, invisibilizado o ignorado. Se publicaba cuatro años después de la muerte del intelectual y activista afropuertorriqueño Martin Ramírez Sostre (1923-2015), en Nueva York.

En otro lugar el periódico hace alarde del trasfondo interdisciplinario de A. Symonds, graduada de Columbia y MIT con una preparación en estudios “americanos”, literarios y culturales. El trasfondo interdisciplinario facilita la transacción entre la prensa y la autoridad del saber universitario, un aspecto de los saberes postautonómicos contemporáneos que sugerimos en el trabajo “El proceso de Alberto Mendoza”. Ver Ramos, Paradojas de la letra (2022). El relevo mediático del saber no termina ahí: la nota sobre Sostre se basa en una entrevista de Symonds al historiador Garrett Felber, biógrafo de Martin Sostre. Ver Garrett Felber, Those Who Know Don’t Say: The Nation of Islam, The Black Freedom Movement and the Carceral State (2020).

En efecto, Overlooked No More consta de una serie de necrologías a destiempo o, en las palabras de la redacción del periódico, “obituarios de gente significativa del pasado cuyas muertes no se habían reportado en el Times”. Las buenas intenciones revisionistas del periódico nos recuerdan que no todo el mundo ha de recibir (o merecer) un obituario a tiempo. La sección abrió en 2018 “con un foco sobre mujeres, pero este año [2019] amplía su perspectiva”, añade la presentación.

La nota sobre Martin Sostre, librero anarco-comunista, nacido y formado en Harlem —conocido en la historia de las luchas por los derechos constitucionales y civiles de los presos, dentro y fuera de la prisión— manifiesta una “ampliación de la perspectiva”. Porque si bien las exhumaciones del archivo en Overlooked No More hasta 2019 habían destacado varias historias de mujeres relegadas al olvido, recuperadas desde un criterio cívico, vagamente feminista, ahora el proyecto mediático de una historia inclusiva, más integrada, visibiliza y encuadra la figura de un militante negro de amplia trayectoria carcelaria.

De hecho, Sostre fue sometido a cerca de veinte años de prisión, con siete u ocho de esos años en aislamiento o confinamiento solitario. Durante el tiempo que cumplió en prisiones de alta seguridad del Estado de Nueva York —Attica, Sing Sing, Auburn, Clinton, etc.— estudió derecho y fungió como jailhouse lawyer, abogado autodidacta, una labor crucial en la historia del activismo carcelario, tal como destacan Mumia-Abu Jamal y Angela Y. Davis (2009). Desde la fuga hacia el adentro del derecho que trazan los escritos e intervenciones judiciales de Sostre tal vez podrían repensarse las condiciones de una jurisprudencia anarquista, salvaje, valga el oxímoron.

Su singular interpretación de la ley y las garantías constitucionales provocó cambios significativos en la administración del castigo en las cárceles. Sostre contribuyó asimismo a la organización y discusión de los presos en torno a cuestiones como el castigo cruel, el  trabajo presidiario, el debido proceso y la censura del correo y de los materiales de lectura en la prisión.

Sus cuatro demandas principales fueron: Sostre v. McGinnis, 334 F.2d 906 (1964), sobre los derechos de los presos musulmanes al rezo y servicios religiosos, iniciada bajo Pierce v. LaVallee 212 F. Supp. 865 (1962); Sostre v. Rockefeller, 312 F. Supp. 863 (1969), contra el confinamiento solitario como “castigo cruel e inusual”, reclamo del derecho al debido proceso dentro de la cárcel, derecho a la expresión política de los presos, etc.; esta demanda continúa luego en Sostre v. McGinnis, 442 F.2d 178 (1970); y Sostre v. Otis, 330 F. Supp. 941, contra la censura de la literatura y el acceso a la correspondencia (1971).

Algunas de estas demandas se convirtieron pronto en precedentes legales en las cortes, especialmente su impugnación del confinamiento solitario.

Sobre la demanda contra Rockefeller y el debido proceso, ver Michael A. Millemann, “Prison Disciplinary Hearings and Procedural Due Process” (1971). Herman Schwartz discute la relevancia de varias demandas de Sostre en la jurisprudencia penal en “A Comment on Sostre v. McGinnis” (1972). Ver también las notables páginas que le dedica a Sostre la jueza Constance Baker Motley (1976). Motley, primera jueza afroamericana nombrada en las cortes federales de EE.UU. en 1966, fue quien consideró el caso de Sostre v. Rockefeller sobre el confinamiento solitario como castigo cruel y como violación de los derechos constitucionales de los presos en la Corte de Apelaciones.

Su amplio trabajo como jailhose lawyer o defensor autodidacta también se convirtió en un punto de referencia para otros presos, según lo recuerdan varios estudiosos sobre Sostre (Abu-Jamal 2009, 222 y ss.; Ralston y Ralston 1995). Sus intervenciones impugnan la anulación de los derechos de los presos en tanto sujetos del derecho. En ese sentido, las causas de Sostre emergen de una lucha histórica por el derecho al derecho que no puede reducirse fácilmente a una instancia de subjetivación o interpelación como forma de dominio y disciplina.

Sobre “el rechazo del derecho que ha sido negado a uno como primera negativa” del “undercommons” ver Stefano Harney y Fred Moten (2013, 96). Jack Halsberstam comenta sobre el rechazo del derecho en su introducción al libro como una “aposición” ante las opciones definidas por “la interpelación y la instanciación” o particularización de la ley (2013, 9). En cambio, en Sostre hay posiciones e inscripción de lugares de enunciación polémica en el discurso del derecho.

Sostre inscribe lugares de enunciación que alteran el marco del derecho, lo que, por cierto, supone un grado inusitado de imaginación crítica o virtualidad.

La trayectoria de Martin Sostre es sumamente compleja, no cabe duda. Sostre no disimula su simpatía por la vida marginal que en algún momento designa bajo la categoría de “lumpen”: “El lumpen es la clase con la que me relaciono, de la que vengo, los detonadores de la revolución en lo que a mí respecta. Es la clase más baja y la más oprimida” (Sostre 1976, 12; traducción nuestra). Esto seguramente complica las aproximaciones a sus acciones y escritos desde perspectivas marcadas por la gama de heterologías de “clase”, “subalternistas” o incluso “plebeyas” que aún predominan en este campo de discusión.

La discusión del “undercommons” que proponen Harney y Moten registra un límite “bajo” del “en común”, pero recalca una “a-posicionalidad” (2013, 96) que, paradójicamente, abstrae al “abajocomún” de cualquier condición pragmática. En el encierro la “a-posicionalidad” es imposible, aunque las posiciones de sujeto están rigurosamente situadas dentro del aparato punitivo. La versión traducida de The Undercommons por C. Rivera Garza, J. O. Anaya y M. Malo se titula Los abajocomunes: Planear fugitivo y estudio negro ((Houston: Editorial Campechana Mental y Cráter Invertido, 2017).

Había sido convicto inicialmente por posesión y venta de heroína en 1948, con una primera condena penitenciaria entre 1952 y 1965. En la cárcel se convierte al islam y gravita hacia el nacionalismo negro, como Malcolm X. Aunque su trayectoria como militante religioso-nacionalista es relativamente breve, como señala el historiador y biógrafo Garrett Felber (2016, en línea), la exitosa demanda de Sostre en defensa del derecho al rezo de los presos musulmanes desencadenó deliberaciones sobre la libertad de culto y la pertinencia de la Primera Enmienda de la Constitución en prisión.

Cumplida la sentencia por el caso de drogas en 1965, Sostre se muda a la ciudad de Búfalo, al norte del Estado de Nueva York, cerca de la frontera con Canadá, donde establece una librería, la Afro-Asian Bookstore, dedicada a la literatura política, en la calle Jefferson de East Buffalo, el barrio negro de la ciudad. Dos semanas después de las históricas revueltas raciales de 1967, Martin Sostre es acusado de “incitar a motín”. Los cargos se dan de baja por falta de evidencia, pero la policía de la ciudad le formula un caso (reincidente) de venta de drogas, con cargos adicionales por agresión contra la policía al resistir el arresto de su compañera y socia Geraldine Robinson y el propio. La alegada venta de heroína y el arresto violento tuvieron lugar en la pequeña librería.

La librería, entorno de una educación alternativa—una “pedagogía de lo ingobernable” al decir de Luis Othoniel Rosa

Luis Othoniel Rosa (2021, 2022) llama “pedagogía de lo ingobernable” a la escena colectiva de la lectura anarquista en los trabajos de Luisa Capetillo, un antecedente importante de Sostre en Puerto Rico. Sobre la importancia de la librería en la trayectoria de Sostre, ver Malcolm McLaughlin (2014).

—fue destruida por la policía durante el arresto. En una de sus principales cartas de la prisión, escritas y publicadas en 1968, es decir, un año después, Sostre recuerda el proyecto pedagógico de la librería. Había llegado a Búfalo desde la Prisión de Clinton. Pronto consigue trabajo en la fábrica de acero de la Bethlehem Steel, pero ni las calderas fordistas ni el sueldo negociado por el sindicato de los US Steel Workers logró distraerlo del concepto de la librería, donde la música y las artesanías africanas complementaban la oferta de libros (o la lectura gratis y la discusión colectiva). Vale la pena citar su descripción del proyecto en extenso:

(1968, 20-21; traducción nuestra) La Librería Afro-Asiática era el único espacio donde circulaba la literatura de la liberación en la comunidad afroamericana. Era por eso una base de fuerza de la filosofía política revolucionaria. Pero no fue hasta recientemente (entre junio y julio de 1967) que varios grupos numerosos de jóvenes comenzaron a interesarse más y más por esta literatura. Se reunían y jangueaban dentro o alrededor de la librería, que se convertía así en un lugar para juntarse. Se podría explicar fácilmente el interés creciente y las ventas de esta literatura en la Librería como un efecto acumulativo de los miles de libros de orientación marxista y afro-nacionalista, revistas, panfletos, volantes que había vendido, prestado o regalado durante los anteriores dos años. Pero si les dijera simplemente eso, les estaría mintiendo y contribuyendo así a la versión del enemigo. Ahora bien, esto tampoco quiere decir que en la librería no lográbamos correr la voz, porque así era. Pero el ritmo de la circulación de los libros, aunque constante, era muy lento. De pronto, entre el 1 de junio de 1967 y el 14 de julio (fecha del ataque a la librería), los números igualaron o superaron los seis meses anteriores. Creo que conozco la razón de este fenómeno. Durante el mes de junio se sentía en la comunidad negra de Búfalo una revuelta inminente. Ya se habían dado varias confrontaciones menores con la policía en que gente del vecindario forzaba a la policía a soltar a las personas que habían arrestado. La tensión crecía hasta que explotó a fines de junio cuando la policía, como suele pasar, prendió la chispa. Durante las tres noches de la revuelta, mientras los otros comercios, tanto de propietarios negros como de blancos, habían cerrado, la librería permanecía abierta hasta las 3 a.m., un refugio donde los transeúntes y luchadores se protegían de los gases lacrimógenos dispensados indiscriminadamente por la policía. La librería estaba repleta de gente, lo que molestaba a los policías que vigilaban desde afuera, aunque no había mucho que pudieran hacer. Yo tenía el derecho de dejar las puertas de la librería abiertas todo el tiempo que quisiera. No tengo ni que mencionar que aproveché la situación para denunciar la brutalidad de la policía contra muchísima gente afuera, en la calle. Dentro de la librería di un discurso para elevar los ánimos y levantaba un libro o panfleto apropiado de los anaqueles, como los de Robert F. Williams, Negroes with Guns o Pre-Civil War Black Nationalism, o un panfleto de Malcom X, o la revista Liberator, etc., y mostraba imágenes o dibujos o leía un pasaje que se aplicaba a la situación. Así estimulaba el interés, vendía algunos libros, y formaba nuevos luchadores. Desde antes de la revuelta, yo siempre agitaba de la misma manera, discutiendo y debatiendo cuestiones políticas actuales en la librería.

Llama ahí la atención el vínculo sensible (político-afectivo) entre el espacio de la librería y la revuelta. Si la revuelta expone los cuerpos a un estallido sensorial, la librería es el lugar donde se establece una articulación entre la energía de la calle y el legado de una cultura radical negra. El librero emerge como agitador. La librería es un espacio donde la letra, la lectura y la discusión empalman con la energía física de la revuelta: la lectura como acción directa.

Al referirnos a la librería de Sostre, resulta tentador recordar el tratado de Alexander Kluge y Oskar Negt (2016) sobre las “esferas públicas proletarias” publicado en 1972. El énfasis bergsoniano en la sinergia sensorial-afectiva-conceptual, les permite sacudir la prioridad expresiva que regulaba la aproximación de Habermas a los espacios de discusión burgueses como horizonte universal de la cultura de la discusión. Por suerte, Kluge y Negt ponen de relieve la heterogeneidad social de las esferas de experiencia sensible y saberes antagónicos. Pero el concepto mismo de “esfera”, y de “esfera pública proletaria”, clausura el potencial de esta temprana aproximación a la escansión y multiplicidad de los “regímenes sensoriales”.

La librería de Sostre está puntualizada por una temporalidad que no se reduce a las “esferas”. Si bien abre la vida de la literatura a la contingencia de la calle, en la proximidad de la revuelta, al mismo tiempo sus libros despliegan un legado o memoria alternativa que existe en otro plano de inmanencia y duración. Se trata de la memoria que detonan los libros que allí se leen y se discuten. Algo del concepto de las Zonas temporalmente autónomas del poeta y teórico anarquista Hakim Bay (1985) facilita una conceptualización afín al proyecto y espacio precario y contingente de Sostre. Aunque precaria, las “zona termporalmente autónoma” de la librería no es precisamente efímera. Incluso después de su destrucción, el concepto de la librería sobrevive en las redes de solidaridad que se organizan en múltiples ciudades para apoyar a Sostre y produce efectos muy reales.  El Comité de Defensa de Sostre en Búfalo, por ejemplo, crea la “Afro-Asian Library in Exile”, una mesa de información que armada en el campus de la Universidad del Estado de Nueva York en Búfalo (SUNY), una iniciativa de Gerald J. Gross a raíz del encarcelamiento y sentencia de Sostre. Unos años después el Comité de Defensa en la Ciudad de Nueva York abre otra pequeña “Afro-Asian Library in Exile” en un local del Lower East Side.  La librería es zona de una arquitectura precaria que conjuga la virtualidad de un concepto de solidaridad con el cambio de sensibilidad/sociabilidad provocado en parte por la lectura y la conversación.

Paradójicamente, una de las principales fuentes documentales para investigar el proceso de Sostre y la importancia política de la librería son las audiencias públicas del House Un-American Activities Committee (Comité de Actividades Anti-Americanas de la Casa de Representantes) del Congreso de los Estados Unidos convocadas en julio de 1968 bajo un título de aliento macartista, Subversive Influences in Riots, Looting, and Burning (Influencias subversivas en los motines, saqueos y quemas) (1968, 1987-1992). En contraste con la interpretación bastante generalizada de los motines como expresión de una violencia “espontánea” y desarticulada (visión clásica, decimonónica, que recorre la distinción entre motín, huelga general, revuelta e insurrección por lo menos desde Sorel (1978) y Rosa Luxemburgo (2003) hasta el libro de Badiou [2012] sobre los movimientos del 2011), las audiencias congresionales ensamblan un archivo de contra-inteligencia. Ese archivo pone de relieve los antecedentes intelectuales de la política y cultura de la violencia racial en ciudades como Detroit, Newark, Filadelfia, Los Angeles, Rochester y Búfalo entre 1967 y 1968, precedidas por la revuelta de Watts en Los Angeles.

Hay un vínculo poco explorado entre las revueltas de los 1960, el surgimiento de una especie de “motinología” en las ciencias sociales y los nuevos discursos sobre la pobreza (the “War on Poverty” de Lyndon B. Johnson) que emergen en aquellos años. Un ejemplo emblemático de estos cruces se encuentra en Report of the National Advisory Commission on Civil Disorders, intro. T. Wicker (1968). El libro del sociólogo Frank Besag, The Anatomy of a Riot: Buffalo, 1967 (1967), donde se menciona a Sostre y su librería en un par de ocasiones, consigna las estrategias del trabajo de campo y los usos del testimonio de la nueva “motinología”. Sobre el contexto sociopolítico de la revuelta en Búfalo, ver Rowena I. Alfonso, “‘They Aren’t Going To Listen to Anything But Violence’: African Americans and the 1967 Buffalo Riot” (2014, 81-117). Mike Davis y Jon Wiener ofrecen un análisis amplio y a la vez detallado de las revueltas racializadas de Watts en Los Angeles en Set the Night on Fire: L.A. in the Sixties (2020).

Estas fueron las confrontaciones raciales tras la larga década de luchas por los derechos civiles que se cierra con el asesinato de Martin Luther King en 1968. Leídos a contrapelo del archivo, los materiales presentados en aquellas audiencias exponen la lógica archivística de un emergente orden securitario, sus principios de selección y ordenamiento. Al mismo tiempo, en el reverso del archivo, los materiales despliegan una detallada documentación del entorno material y cultural de las revueltas, su contingencia y desborde del orden clasificatorio, instrumentalizado, del archivo mismo.

En las discusiones sobre la lectura “a contrapelo” del archivo, sigue siendo fundamental el trabajo de Ranajit Guha, “The Prose of Counter-Insurgency” (1982, 45-86).

Las vistas públicas dedicadas a Búfalo destacan la participación de Martin Sostre como “agitador” en la librería. La policía llevaba semanas siguiéndole la pista a las discusiones en el local, abierto noche y día durante los días de la revuelta como refugio para los jóvenes durante los momentos más candentes del conflicto. Las actividades llamaron la atención de la policía, tal como confirma el extenso testimonio del Comisionado de la Policía de Búfalo, Frank M. Felicetta. Felicetta declara que Sostre daba lecciones clandestinas en la librería para la confección de bombas molotov, entre las discusiones de las lecturas de los libros de Malcom X, Robert F. Williams, Che Guevara y Mao Tse Tung que allí se vendían.

En el entorno de esta pedagogía alternativa, la escandalosa acusación de venta de una dosis de $15 de heroína en la librería comunitaria llamó la atención de críticos de la policía y del sistema carcelario; entre ellos, Vincent Copeland, quien tempranamente reconoció en las acusaciones contra Sostre —en aquellas primicias de la Guerra contra las Drogas que Richard Nixon declara en 1971— un operativo policiaco aplicado frecuentemente contra la disidencia y la movilización política, un subterfugio de otro conflicto mayor: una transgresión mucho más grave que el objeto de una falsa acusación de venta de drogas. Como señala Copeland, el “crimen de luchar por la liberación negra” (1970, 29).

Desde los primeros días del encarcelamiento Sostre se dedica a escribir. Inicialmente escribe cartas, personales y políticas, una modalidad dialógica que inflexiona el tono (y la deriva al vernáculo afro) de varios ensayos y artículos de periódico que elabora durante las distintas etapas de su reclusión. De hecho, en la cárcel diseña y redacta un periódico de circulación interna, Vanguard. Black Liberation Newsweekly. compuesto (a mano) en la cárcel y mimeografeado luego por su Comité de Defensa en Búfalo. También funge como columnista de Black News y corresponsal de Undercurrent, ambos de Búfalo, luego como uno de los editores de The Internationalist de la Ciudad de NY.

En la cárcel Sostre redacta sendas demandas judiciales por violación de sus derechos y los de otros presos. La correspondencia reinscribe de modo virtual el alcance sensible de las palabras, del intercambio, allí donde la cárcel reducía al máximo la percepción y la experiencia sensible bajo los rigores opresivos del aislamiento. A su vez, los litigios verbalizan y dan forma a derechos futuros que en ocasiones la ley no le reconoce aún a los presos, o que permanecen en la “penumbra” de la ley como diferendos imposibles de resolver. En las cartas de los presos hasta las minucias y los detalles cobran un alcance especulativo. La correspondencia proyecta hacia afuera lo que el preso siente y piensa en el confinamiento. La escritura le permite al preso habitar otro tiempo, otro espacio donde se tienden vínculos político-afectivos de un orden más justo, fuera de los rigores del tiempo secuestrado del orden punitivo y del control de cada segundo de vida, cada orificio del cuerpo expuesto a la vigilancia y a la intervención violenta. De ahí el alcance político de los litigios y las querellas de Sostre contra la inspección anal de los presos como violación de las garantías de integridad física (4ª Enmienda de la Constitución) y de las protecciones contra el abuso cruel e inusual (8ª Enmienda). Estas y otras causas que Sostre peleó en la corte suponían un diferendo sobre el estado o condición jurídica de los presos y los límites de la personalidad jurídica. Sostre opera en el entre-lugar de ese diferendo entre la positividad de la ley (que lo encarcela), y los contenidos virtuales, emancipadores de otra justicia.

Seguiremos aquí la trayectoria de sus intervenciones mediante una aproximación a sus cartas, otros escritos desde la prisión y resúmenes del juicio de 1968.

Consideraremos los siguientes materiales y escritos disponibles de Sostre: Letters from Prison (1968); Bob McCubbin, ed., Martin Sostre in Court (1969); Sostre, “The New Prisoner” (1973, 242-254), y “Martin Luther King Was an Outlaw. A Tribute to His Memory on the Second Anniversary of His Murder” (abril de 1970; firmado el 24 de marzo de 1970). Vanguard era el periódico mimeografeado que Sostre redactaba en la cárcel y publicaba en Búfalo su Comité de Solidaridad. También publicó en Black News de Búfalo y otros periódicos. Las traducciones de Juan Carlos Quiñones, Paula Contreras y Julio Ramos de una selección de las cartas y otros escritos se publicará próximamente con Editora Educación Emergente en Puerto Rico. En su valioso acercamiento a las cartas de Sostre, Warren L. Schaich y Diane S. Hope citan otra correspondencia que no se encuentran en las publicaciones de Sostre ni en su fondo en la Labadie Collection de la Universidad de Michigan, Ann Arbor. Ver Schaich y Hope, “The Prison Letters of Martin Sostre: Documents of Resistance” (1977, 281-300).

Será imprescindible también tener en cuenta las demandas judiciales conceptualizadas y redactadas por el librero afro-boricua. Casi demás está decir que el acercamiento a los documentos es ensayístico precisamente porque conjura el positivismo que circunscribe los “documentos” en el depósito evidenciario del archivo. Desde esta perspectiva, documentos como las demandas judiciales cobran dimensiones imaginativas y especulativas inusitadas, que desbordan también el marco de la “textualidad” o “retoricidad” de los materiales.

Por eso mismo no ha de asombrarnos que se le acuse de “hostilidad” y de “odio” durante el juicio. Sostre convierte su defensa pro se en una especie de acción directa que interviene la escena del juicio con los acentos de un vernáculo negro, el Black English fuera de sí, amotinado.

Hacia los mismos años en que Sostre era juzgado, a mediados de los 1960, William Labov publicaba sus primeras investigaciones sobre las variaciones del inglés negro en Harlem y en Filadelfia. Al debatir el horizonte universalista de la gramática chomskiana, Labov marcaba los contextos pragmáticos y sociolingüísticos. Sostre en cambio cuestiona la gramática universal de la ley. Labov reúne algunos de aquellos primeros trabajos sobre el vernáculo y la normatividad lingüística en Language in the Inner City: Studies in the Black English Vernacular (1972). Su capítulo “The Logic of Nonstandard English” prepara el camino para la discusión sobre la “lengua menor” de Deleuze y Guattari en Kafka. Por una literatura menor (1990).

Su gesto impugna la gramática de la lengua “universal” de la ley. Tampoco es por azar que la “hostilidad” del acusado se designe en las audiencias preliminares del juicio como evidencia psiquiátrica contra Sostre, supuesto síntoma “expresivo” de una patología paranoide, para declararlo “no apto” para enfrentar juicio y condenarlo al limbo médico-penal del confinamiento psiquiátrico. En cambio, Sostre argumenta que la hostilidad es un efecto del racismo que excede la denegación del juez y sus vocabularios, según veremos luego. La hostilidad es una intensificación político-afectiva de las palabras (¿un re-sentir?) que remite a la discusión de Judith Butler (2021) sobre el “excitable speech” y la injuria. La injuria es un daño causado por el discurso “excitado” contra un sujeto en una posición de vulnerabilidad. La rabia del hombre preso desborda la compostura correcta de la pragmática con un gesto que parece reinscribir el drama de una masculinidad injuriada. La rabia de Sostre subvierte los protocolos del juicio, su economía de la entonación, la estricta contención de las pasiones. Asimismo, Sostre nos presiona a sacudir los límites o las limitaciones retóricas de la deconstrucción de la ley en tanto representación universal (fallida) de la universalidad del derecho. Su instancia o particularización devuelve la ley al campo de las palabras como actos corporales, de guerra, no tan solo como representaciones.

La comparecencia de Sostre ante la ley ciertamente tiene aspectos kafkianos.

Me refiero especialmente a dos textos de Kafka: el breve relato alegórico titulado “Ante la ley” en El Proceso, y La colonia penitenciaria. Ver Jacques Derrida, “Kafka: Ante la ley” (1984, 93-144).

Si bien es innegable que el proceso judicial difiere o pospone infinitamente el acceso de un sujeto a la justicia, la relación de poder entre la luz universal del derecho y el parpadeo del sujeto que espera o se somete al juicio, ahora es alterada por la intervención pro se de Sostre en la corte. No se trata aquí del obediente campesino de Kafka que envejece en la espera de una audiencia en el umbral de la ley (una ley que proclama el acceso universal y al mismo tiempo lo difiere). Sostre transforma la escena del juicio en un campo de batalla: “las prisiones se han convertido en crisoles ideológicos y en campos de batalla”, declara (1973, 244; traducción nuestra). En ese campo de batalla interviene Sostre. Interrumpe la lógica del proceso con acciones en las que resuena la interrupción de la revuelta. El proceso nos lleva a considerar lo que su intervención supone para una política alternativa del cuerpo, inseparable de la lógica performativa, la fuerza ilocucionaria de las palabras como actos de guerra, desplegada por el acusado en el mismo emplazamiento ante la ley.

La exhumación del archivo y el antagonismo

Para darnos una mejor idea del campo de la discusión en que nos movemos, conviene retomar el gesto revisionista del obituario del NYT y preguntarnos qué conlleva “visibilizar” una vida “pasada por alto”, qué lógica del reconocimiento la erige luego como vida meritoria de la conmemoración cívica en el acto fúnebre de la necrología. Como género discursivo, el obituario está recorrido por una paradoja: declara el inicio del duelo por una muerte cuyo sentido, sin embargo, se mantiene vivo o se reanima. Encabalgado en el límite entre la muerte física y la reanimación que proyecta el recuerdo, el gesto necrológico procura cierto reposo a los muertos: evita que su invisibilidad perturbe la memoria como retorno espectral. Cuando la visibilización acarrea un afán monumental o heroico, el proceso de la memoria se funda en una fe arraigada en el orden del archivo, sus usos y abusos para una causa. El poder de la memorialización y del archivo se evoca (o se conjura) exasperadamente cuando los muertos se resisten a morir en el momento decisivo del acontecimiento, cuando no hay obituario ni archivo capaz de contener al cadáver, de controlar el sentido disperso de sus restos, las huellas del pasado pulsante, deseante aún.

César Vallejo: “Al fin de la batalla, / y muerto el combatiente, vino a hacia él un hombre / y le dijo: ‘no mueras, te amo tanto!’ / Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo […] Entonces, todos los hombres de la tierra / le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; / incorporóse lentamente, / abrazó al primer hombre; echóse a andar…”. “Masa”, En España, aparta de mí este cáliz (Vallejo 1979, 211).

El deseo incumplido, aún vivo no descansará en paz hasta el día de la justicia definitiva que Walter Benjamin, mesiánico al fin y al cabo, identificaría con la justicia final, a la que se llega de golpe, como efecto de una violencia fulminante, tal vez divina, sin rastro de sangre (1991, 45).

Ver también Jacques Derrida, Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad (2002).

La función del archivo, en su doble movimiento de ordenamiento material y simbólico de restos y huellas del pasado, como señala Achille Mbembé, es “frustrar la dispersión de estas huellas, y la posibilidad, siempre presente, de que, si son descuidadas, podrían adquirir una vida propia. Fundamentalmente, los muertos deberían tener prohibido suscitar disturbios en el presente” (2020, en línea). Mbembé añade: “La mejor forma de evitar que los muertos provoquen disturbios no es solo enterrarlos, sino enterrar sus restos, sus desechos. Los archivos forman parte de este orden de los restos y desechos y es por eso que cumplen un rol religioso en las sociedades modernas”.

Figuras 9 y 10. Dos dibujos de Sostre en su celda (Fondo Martin Sostre, Colección Labadie, Ann Arbor)

Con la nota de Alexandra Symonds sobre la figura de Martin Sostre, la serie de obituarios a destiempo del NYT desentierra una instancia del profundo antagonismo racial que perturba el fundamento de la democracia moderna o liberal. Ante lo irreductible del antagonismo racial, el reclamo universalista y garantista del derecho choca de frente con las clasificaciones y desigualdades internas que jerarquizan la “humanidad” y su “historia universal” en razas (sub-humanidades), geografías y tiempos desiguales.

Sobre la racialización como contradicción histórica y aporía de lo humano en tanto categoría universal, ver Alexander G. Weheliye, Racializing Assemblages, Biopolitics, and Black Feminist Theories of the Human (2014); especialmente su lectura de Sylvia Winter en “Blackness: The Human” (17-32). Ver también la aproximación histórica de Nelson Maldonado Torres en “Race, Religion, and Ethics in the Modern/Colonial World” (2014, 691-711); y Aníbal Quijano, “Colonialidad del poder, raza y capitalismo” (2019, 165-180).

Ante las formas recientes, explosivas, del antagonismo racial, el liberalismo se topa con la “excepción” de su violencia policiaca. Los tiempos presentes del antagonismo son en ese sentido con/temporáneos de la historia y de la subversión de Martin Sostre: su crítica basada en la experiencia del aparato carcelario como poder cambiante que reconstituye el horizonte normativo bajo las condiciones de la privatización neoliberal del castigo y el modelo securitario y farmacopolítico del nuevo gobierno de la vida. Dice Sostre en una entrevista que le hace la redacción de la revista Open Road en 1976, poco después de su indulto en 1975: “Muchos hablan de los derechos de los presos, pero yo no hago ninguna diferencia; básicamente se trata de derechos humanos porque acá afuera también se trata de una prisión. Mientras estés oprimido por el Estado y el Estado tenga el control, esta es una cárcel de mínima seguridad. Allá dentro es una cárcel de máxima seguridad” (12). Visto desde la perspectiva del preso, el colapso de la democracia y del estado de derecho siempre había sido inminente; como si, desde el principio, el preso pudiera percibir en el presente lo que otros conciben como futuro, como un final de la democracia. Para el preso el futuro ya llegó, hace rato. Así lo siente en cuerpo propio bajo la despótica administración del tiempo-de-vida que el preso “paga” por una “deuda” a la sociedad.

En términos del debate sobre las cárceles y el derecho penal, es cierto que la premonición de que había algo del orden penitenciario capaz de corroer el nomos democrático recorría las discusiones sobre el castigo por lo menos desde que Alexis de Tocqueville investigara las cárceles norteamericanas del Estado de Nueva York en el siglo XIX. Tocqueville visita algunas de las mismas cárceles donde acabaría preso Martin Sostre a mediados de siglo XX.

Tocqueville y Beaumont (2018) escribieron sobre varias de las prisiones donde luego fue confinado Sostre, entre ellas, Sing Sing y Auburn, donde Tocqueville investiga los experimentos en confinamiento solitario que identificaba como un espacio para la meditación y reeducación subjetiva y silenciosa del preso, en un vocabulario que llamará la atención de Foucault en Vigilar y castigar (1976), por la dimensión “subjetivadora” o individualizadora que Tocqueville le adjudicaba al aislamiento y al silencio en las celdas. Para Sostre el “aislamiento solitario” es una forma de tortura física y psicológica. En efecto, los análisis de Sostre y otros investigadores presidiarios, como George Jackson y Angela Y. Davis, problematizan el peso que Foucault pone en la individuación o subjetivación penitenciaria. Ver también el libro de Dylan Rodríguez, Forced Passages: Imprisoned Radical Intellectuals and the U.S. Prison Regime (2006), un acercamiento crítico-genealógico a la escritura carcelaria, sus usos y abusos.

La cárcel expone el tiempo “libre” de la democracia y del derecho al abismo de una administración de la violencia que cancela los derechos liberales básicos sobre la autonomía del cuerpo propio. Desde “adentro” Sostre percibe y conceptualiza algo que estaba ocurriendo “fuera”: la excepción securitaria como horizonte normativo.

Entre el momento sesentista de los casos de Sostre y el obituario del NYT habían pasado varias décadas. Sostre había sido arrestado hacía más de cincuenta años por las sospechas que levantó su librería durante las revueltas en el gueto de Búfalo en 1967. Sus demandas judiciales por violación contra sus derechos constitucionales en la cárcel habían sido adjudicadas entre principios de los 1960 y mediados de los años 1970. A medio siglo de distancia, el obituario del NYT se produce en el tiempo presente de las movilizaciones contra la violencia policiaca y el complejo industrial carcelario (M. Davis, 1995; A.Y. Davis, 2003).

La discusión implica una lectura crítica de los trabajos de Foucault sobre la sociedad disciplinaria en Vigilar y castigar (1976). La investigación de Foucault estaba ceñida al periodo clásico del liberalismo en Francia. Las discusiones y luchas actuales enfatizan las transformaciones de la prisión bajo el impacto neoliberal, ahora como heterotopía del control de las poblaciones “excedentes” del capital global. Enseguida retomamos otros aspectos y puntos de referencia de la discusión sobre el complejo industrial carcelario.

La exhumación de los archivos de los años 60 contribuye a producir una narrativa perfectamente actual, una genealogía de las luchas por los derechos civiles y la cultura radical de los años 60 y 70, periodo que también había sido clave para la historia del aparato punitivo, su reforma, las políticas de su “saber” y teorización crítica. La exhumación de Sostre, como una instancia “ejemplar” de una cultura radical de los 1960 se publica en 2019, solo unos meses antes del asesinato de George Floyd en mayo de 2020 y de las protestas multitudinarias que provocaron su muerte en Minneapolis, años de nuevas alianzas activistas y emergencia de subjetividades políticas, intersecciones de raza y género, conjugadas en la impugnación del racismo institucional y del aparato jurídico, en el terso arco temporal de la década pasada, puntualizada por Black Lives Matter, luego de los asesinatos de Michael Brown en Ferguson, Indiana, y de Eric Garner, Brooklyn, Nueva York, en 2014, y de tantas otras y otros. Enseguida surgen tres interrogantes sobre la lógica del reconocimiento o de la visibilización cívica:

1. Uno se pregunta sobre las modificaciones por las que tendría que pasar el discurso liberal, contradictoriamente inclusivo, integrador, al aproximarse a la militancia anarco-comunista de Martin Sostre. Su anarco-comunismo sui generis es incluso difícil de clasificar siguiendo las categorías de la historia académica del anarquismo, como ha sugerido Lorenzo Kom'boa Ervin (2016, 2019), quien en parte atribuye su propio salto de la militancia con los Black Panther al anarquismo, a sus conversaciones y lecturas con Sostre en la prisión.

Lorenzo Kom'boa Ervin: “Mi introducción al anarquismo fue en 1969, inmediatamente después que me trajeron a los EE.UU. y me ubicaron en una prisión federal transitoria de la ciudad de Nueva York. Allí conocí a Martin Sostre. Sostre me enseñó a sobrevivir en la prisión, a entender la importancia de las luchas por los derechos democráticos de los presos, y sobre el Anarquismo. No retuve inicialmente el curso resumido de Anarquismo que me ofreció en la prisión, porque yo no comprendía bien sus conceptos teóricos, aunque respetaba enormemente a Sostre”  (2016, 69). Ver también su escrito “Martin Sostre: Prison Revolutionary”, The Anarchist Library (2019, en línea).

El anarquismo en los Estados Unidos no es una ideología o filosofía de vida frecuentada por los militantes afroamericanos en la década del 60. Es probable que para entonces el anarquismo se identificara más con los estilos de una bohemia contracultural que con las necesidades urgentes de las comunidades negras. Se conocía la trayectoria formidable de Lucy Parsons y los debates sindicales generados por el anarquismo, pero se problematizaba su relación con la raza (y su identificación ocasional como indígena o como mestiza de origen mexicano), con suspicacia ante la poca atención que puso en los conflictos raciales y en el legado esclavista y la segregación, al que dedicó apenas un par de artículos (Parsons, 2004, 54-56). Los trabajos de Ernesto Aguilar (2003) y de Kom'boa Ervin (2016, 2019) demuestran que esa percepción estaba marcada por una idea estereotipada del anarquismo, a la vez que confirman la tensión profunda entre distintas formas de militancia, sus ideologías y estilos. Las dificultades que Sostre como anarquista afropuertorriqueño representa para cualquier revisión liberal se intensifican cuando se toman en cuenta los vínculos anteriores de Sostre con el nacionalismo negro, musulmán, antes de su deriva a un marxismo tercermundista, inflexionado por las revoluciones anti-coloniales de Vietnam y de Cuba.

2. Varias de las intervenciones judiciales de Sostre, particularmente su demanda en corte contra las inspecciones anales de los presos aislados en las áreas del confinamiento solitario en Sostre v. McGiggins (1970) impugnan las técnicas del control carcelario sobre el cuerpo del confinado, no solo como medidas evidentemente innecesarias, instancias “inhumanas” de “castigo inusual e injustificado” (por lo tanto, inconstitucionales), sino también como injuria contra la masculinidad. Las intervenciones de Sostre presionan a repensar el papel de la ira y del resentimiento en la formación de sujetos situados en zonas de máxima tensión, bajo la fuerza de un dominio que incluso trastoca el dispositivo del género y la sexualidad. La subversión jurídica de Sostre opera inevitablemente en un espacio regido violentamente por el orden jurídico. Ahí Sostre no rechaza la lucha por el derecho, central a la fuga del “undercommons”. La ley es para Sostre un campo de guerra inevitable, impuesto por la condición carcelaria. Es obvio que no me refiero ya tan solo a las posibles tretas (disimuladas) del débil, como las llamaba Josefina Ludmer (1980), sino a estrategias de alcance ilocucionario que asumen distintas formas del antagonismo, la confrontación y la entonación hostil. Estos gestos remiten a la fuerza que J. Butler le asigna a la injuria en la escena del “excitable speech” o “hate speech” (1997). Pero mientras Butler identifica el “excitable speech” exclusivamente como una forma de agresividad movilizada por sujetos del poder (casi siempre masculinos, supremacistas) con el objetivo de hacer daño a otro en condiciones de vulnerabilidad, en cambio, Sostre interviene o performatiza la injuria desde abajo. En tanto “actos del habla” las palabras son capaces de injuriar, de hacer daño, no cabe duda. Pero esa fuerza performativa (y político-afectiva) de las palabras evidentemente no es un arma exclusiva del poder. La militancia de Sostre pasa por una inflexión (vernácula) de la lengua puntualizada en momentos por la hostilidad. Sostre transforma e interviene la lengua del Otro. A su vez el Juez lo amordaza en la corte, reprime su palabra. El Juez niega el derecho de Sostre en nombre de un repudio cívico y defensa contra una supuesta “agresión” u “odio” del sujeto juzgado. La ira de Sostre, inseparable de la performance de una masculinidad injuriada, presiona a considerar el alcance del resentimiento y de la rabia fuera de un reducido marco nietzscheano, delimitado por la prioridad que Nietzsche le asignaba a la voluntad primaria de un sujeto pleno, creador de nuevos valores, contra el resentimiento (y la venganza) como afecto reactivo o débil, distintivo de la rebelión de los esclavos.

La elaboración nietzscheana aparece en Así habló Zaratustra (1892) y en La genealogía de la moral (1887).

A su vez, el resentimiento y la rabia de Sostre es inseparable del efecto de la cárcel sobre el dispositivo (y la violencia) del género y de la raza en la distribución de cuerpos normados bajo las condiciones extremas del encarcelamiento. Ahí la defensa de la “autonomía” de la persona y la política del cuerpo y del cuidado cobran dimensiones radicalmente distintas de lo que estas categorías liberales suponen en otros espacios. Estas consideraciones tal vez nos permiten luego repensar la llamada “hostilidad” del acusado en el juicio en el que Sostre le recuerda al juez y al jurado la violencia constitutiva en que se funda la ley.

3. Un tercer cuestionamiento del “rescate” de Sostre se desprende de la demanda biográfica que lo impulsa. Por cierto, el obituario del NYT de 2019 no es el primer registro de la vida de Martin Sostre en los archivos de la prensa. Hay varias referencias anteriores al (cambiante) nombre del librero y defensor (quien a veces firmaba como Martin Ramírez Sostre y otras veces como Martin González Sostre). En la prensa hay indicadores de otro tipo de visibilidad (y de narrativa) que se produce en torno a su vida. Los periódicos más sensacionalistas habían puesto atención en las peripecias de su pasado delictivo, comenzando posiblemente con una noticia del Daily News de NY (“Bring in the Drug Seller Who Fled to Mexico”, “Traigan al vendedor de drogas que huyó a México”, 24-IX-1952) sobre su arresto en California en 1952, luego de saltar la fianza en Nueva York y de haber vivido como fugitivo en Mexicali por unos años. Cuando surge la cuestión de su pasado y sus antecedentes legales, también se menciona la baja “deshonrosa” de Sostre en el ejército norteamericano, así como su reclusión en una cárcel hospital para adictos en Kentucky,

Una de las fuentes principales sobre los antecedentes de Sostre se encuentra en el testimonio del Comisionado de la Policía de Búfalo, Frank N. Felicetta, sobre la participación del “agitador” en la revuelta de 1967, incluido en Subversive Influences in Riots, Looting, and Burning of Cities (Vol. 5, Buffalo, NY), Hearings Before the Committee on Un-American Activities, House of Representatives, Nineteenth Congress, Second Session, July 20, 1968, 1987-1992. Luego retomamos las paradojas del archivo policial.

seguramente la Narcotic Farm, una granja penitenciaria, centro de tratamiento para adictos y de experimentación biopolítica (Campbell et al. 2021) (Dicho sea de paso, uno podría imaginar allí un encuentro con William Burroughs en los 1940, o unas décadas después con Ismael Rivera, quien aterriza en la Narcotic Farm ya a comienzos de los años 60 [Colón Montijo, 2018, 172 y ss.]).

Como Maelo, Sostre había conocido la llamada “muerte-en-vida” en la prisión de Las Tumbas. Así canta Maelo en un número de 1975: “Las tumbas son pa los muertos, y yo de muerto no tengo na”.

Las noticias sobre Sostre registran cierta “progresión”, el paso de la vida de la calle a un nuevo estado de conciencia. Sin duda, esa trayectoria se desprende de la experiencia de Sostre, pero entre la contingencia de una vida y las construcciones de la prensa que culminan en el obituario más heroico del 2019, media un proceso narrativo que no podemos ignorar. En vano buscaríamos en el archivo ese hilo conductor, una intencionalidad definida o consistencia narrativa. En su diacronía, el archivo registra los eventos de una vida de un modo discontinuo. Claro, aunque no hay un hilo, los eventos de la vida no son momentos vacíos de sentido. Los reúne el nombre, la identificación del acusado (o juzgado) establece un vínculo entre los eventos discontinuos. En ese sentido, los artículos anteriores al obituario consignan un material narrativo más crudo, fragmentario, a partir del cual se elabora luego un relato formativo, ejemplar. No encontraremos entre los materiales de la prensa anteriores al obituario un relato formativo, la deriva de la bildung que, en términos más generales, uno podría encontrar en las historias de vida o testimonios de sujetos marcados por una diferencia radical, ya sea estigmatizada, adversaria o marginal.

Sobre el alcance subjetivador (disciplinario) del testimonio y de la historia de vida, ver João Camillo Penna, Escritos da sobrevivencia (2013), especialmente el capítulo “Marcinho VP como personagem”. Ver también los análisis del testimonio y la subjetivación en “La ley es otra” y “El proceso de Alberto Mendoza” ahora incluidos en la nueva edición de Paradojas de la letra (2022).

El obituario es una instancia mínima de una historia de vida. Hay una demanda biográfica que nos impulsa a leer los materiales como piezas de una “historia de vida” compleja, modulada y modelada, en distintos momentos (y temporalidades) por el entramado de la subjetivación del preso, especialmente cuando el preso se convierte en figura pública, ya sea como escritor o intelectual carcelario, es decir, cuando la vida ha cobrado un sentido remodelado por el discurso público o la letra. Como género, la biografía de presos marca un proceso de antropogénesis o formación de la “humanidad” del sujeto. Ahí se traza el pasaje entre lo que Alexander G. Weheliye (2014) ha llamado el habeas viscus de una vida que, bajo el peso de la ley y la prisión, había perdido buena parte de sus atributos jurídicos, al habeas corpus de un sujeto que al reclamar su derecho (su derecho, por ejemplo, entre otros, al cuerpo propio de la literatura) da base o autoriza una postulación alternativa de la vida liberada y la justicia. El itinerario va del hustling y la ética picaresca de la calle, a un nuevo estado de “conciencia”. Diríamos, muy a primera vista, que la demanda biográfica opera bajo la expectativa de un proceso de conversión de historia tanto religiosa como humanista: el proceso que garantiza la “entrada” del sujeto a un orden simbólico, a una nueva lógica o economía del sentido, mediante la transformación de la negatividad del delito en la individuación culposa, como puede verse en el modelo confesional agustiniano y en la novela picaresca. En las teorizaciones de la literatura carcelaria ese proceso casi siempre se conceptualiza mediante la distinción (o distancia física y temporal) entre el preso común y el preso político y toda una gama de gradaciones.

El libro clave de Dylan Rodríguez, Forced Passages: Imprisoned Radical Intellectuals and the U.S. Prison Regime (2004) dedica un capítulo al alcance subjetivador de la literatura y los testimonios carcelarios, “You Be All The Prison Writer You Wish: The Context of Radical Prison Praxis” (75-112).

Sostre sacude cualquier transición fácil entre la categoría del preso común y el preso político como instancia de un salto ontológico. Nos recuerda, vale la pena insistir, que “todos somos presos políticos”. En uno de sus textos principales, titulado “El nuevo prisionero”, escrito apenas unas semanas después de la rebelión de presos y de la masacre causada por la policía y la Guardia Nacional en la Prisión Estatal de Attica en septiembre de 1971, escribe lo siguiente:


(1973, 245; traducción nuestra) Todos somos prisioneros políticos, sin importar los crímenes que alegan los opresores blancos racistas para legitimar el habernos secuestrado de los guetos y torturado en sus jaulas. ¿No lo crees? Pues bien: ¿qué crimen cometieron nuestros antepasados cuando fueron secuestrados de África, encarcelados a bordo de naves de esclavos y traídos a América donde explotaron su fuerza de trabajo por 350 años? ¿No legalizaste estos crímenes contra la gente negra y los codificaste en tus códigos esclavistas? ¿No legitimaste la matanza genocida de los indígenas americanos y el hurto de su tierra, legislando leyes para Indios y la Ley Homestead de repartición entre blancos? ¿No fueron estos crímenes motivados por razones políticas los que conformaron la fundación del capitalismo de los Estados Unidos.?

Sostre disloca la distinción fundamental entre el adentro y el afuera del orden punitivo. El futuro distópico de la democracia liberal había llegado ya a la cárcel, radicaba allí desde el principio. En la cárcel la ley no disimula la brutal violencia constitutiva que opera sobre las sub-humanidades, allí donde el reclamo de la universalidad del derecho y la igualdad exhibe su imposibilidad. En ese punto Sostre no puede ser figurado ya como un “reformista en su celda”, aunque obviamente tampoco puede ser asimilado por la figura del “muerto en vida” o de la “muerte social”. Las tumbas son pa los muertos y yo de muerto no tengo na. En la vida del preso que (se) escribe (o que se canta) persiste un motivo post-mortem: pasar por la cárcel supone una experiencia de muerte. Sin embargo, ni en Sostre ni en Maelo esa experiencia no tiene nada que ver con la figura del zombi, ni con la figura que Giorgio Agamben elabora a partir del muerto en vida de los campos de concentración (2000, 41-85). No es nada casual que el habeas corpus de Sostre —su persistente transformación onto-jurídica como negación de la muerte-en-vida— defienda la integridad del cuerpo propio y cierta lógica del cuidado físico y espiritual de sí mismo.

La resignificación de la figura radical de Martin Sostre y su legado anti-penitenciario probablemente sea un efecto del alcance público de un debate mayor sobre la vida política de los presos, condenados históricamente al limbo civil o a la “muerte social” que Orlando Patterson ha identificado con el régimen esclavista, figura de la “no persona” que reaparece en las discusiones sobre el derecho en la prisión (Patterson 1982). La urgencia de estas discusiones evidentemente rebalsan el tono humanitario de la nota del NYT. En el contexto de las impugnaciones y movilizaciones contra el racismo institucional de esta última década, la reflexión sobre la vida política de los presos —su intervención de las políticas de la vida y de la muerte— empalma con la crítica del complejo industrial carcelario y el colapso de la democracia bajo el nuevo orden securitario.

Vale la pena resumir aquí algunas líneas básicas de este campo clave de discusión y activismo. Tal como anticipa el propio Sostre en “El nuevo prisionero”, ya en 1971 la experiencia de los presos marcaba una transición a nuevas formas de poder identificadas con el neoliberalismo. Ruth Wilson Gilmore (2007) elabora la geografía carcelaria de este nuevo orden a partir de su análisis de las prisiones del Gulag californiano, diseño y proliferación sin precedentes de la industria carcelaria durante el periodo neoliberal de Ronald Reagan, cuando se duplica la población confinada en California y la lógica instrumental-securitaria, cada vez más militarizada, pasa a modelar aspectos fundamentales del control social “afuera”, entre las poblaciones desposeídas o “excedentes”. El complejo industrial carcelario (como lo llamaron Mike Davis y Angela Y. Davis 2003) produce no solamente modos de encarcelamiento masivo, sino también nuevos modelos de control y gobierno de las crecientes poblaciones marginalizadas, impactadas por la reestructuración del régimen laboral post-fordista, por el repliegue estatal de los históricos compromisos y la cancelación de las garantías ciudadanas.

En esa misma ruta de investigación/activismo, Jackie Wang (2018) enfatiza el aspecto central del endeudamiento y la desposesión en las economías securitarias y carcelarias de la privatización del castigo, industria neoliberal globalizada a partir de los años 80. Chang modifica la discusión del “excedente” mediante una aproximación a la extracción carcelaria que altera la interpretación histórica del encarcelamiento como modo de acumulación originaria (o trabajo forzado). Más que una extensión de la fábrica, para Wang, la cárcel contemporánea se asemeja a una necrópolis. Estas empresas del castigo son inseparables de la criminalización de la pobreza (y de la inmigración) bajo el peso de las nuevas formas policiacas en comunidades segregadas, guetos-prisiones o “cárceles de la miseria”, como las llama de Loïc Wacquant (2004). Michelle Alexander (2010) vincula el reordenamiento del aparato carcelario con la persistencia del racismo institucional proveniente del legado segregacionista del Jim Crow en los Estados Unidos, reforzado durante las décadas finales del siglo XX por la guerra (racializada) contra las drogas que se agudiza y amplía durante la presidencia de Reagan y la llamada epidemia del crack, aunque sin duda tiene una historia anterior.

En su ensayo sobre “El nuevo prisionero” Sostre anticipa por lo menos tres aspectos decisivos del debate contemporáneo sobre las cárceles: 1. Vincula las prisiones a la historia de la esclavitud y el trabajo forzado (tópico que se reitera en las discusiones recientes sobre la 13ª Enmienda de la Constitución);

Ver el análisis de la cláusula sobre el trabajo forzado como “excepción” punitiva en la 13ª Enmienda de la Constitución en Michelle Alexander (2010). También el extraordinario documental de Ava Du Vernay Enmienda XIII (2016).

2. Establece un vínculo entre el racismo institucional y la militarización de la policía; 3. Apunta a la instrumentalidad y aplicación de la tecnología carcelaria en el gobierno, criminalización y represión de la pobreza.

Ahora bien, resulta imprescindible subrayar dos aspectos de su análisis que de hecho presionan a ampliar la discusión sobre el complejo industrial carcelario. Sostre se acerca explícitamente a la condición colonial de las minorías en los Estados Unidos, ubicando la discusión sobre las cárceles en un contexto global. Su posición sobre la cárcel y el gueto como efectos del colonialismo interno está puntualizada por un afecto tercermundista y el peso de las luchas anticoloniales. Con un optimismo excesivo, Sostre ve en las revueltas en la prisión de Attica en 1971 el “foco” vanguardista de una guerra de guerrillas. Vincula las causas de la revuelta con sus propias demandas judiciales de aquellos años:

(Sostre 1973, 251; traducción nuestra) El litigio del caso prueba que Sostre v. McGinnis fue el resultado de seis años de una lucha espiritual, física y legal llevada adelante por tres decididos prisioneros. El aspecto espiritual y físico de esta lucha conllevó años de tortura en confinamiento solitario, palizas, gases lacrimógenos mientras nos tenían encerrados en jaulas, dietas de pan y agua, y muchas otras barbaridades infligidas por el Estado para quebrar nuestro espíritu, salud y firmeza, e impedir que otros presos se unieran a nuestras filas. Lejos de quebrar nuestro espíritu en los calabozos del confinamiento solitario en Clinton y en Attica, estos mismos calabozos se han convertido en el “foco” de la rebelión que se extenderá a cada prisión del Estado y movilizará a cientos de prisioneros.

Es clave la articulación corpo-espiritual de la experiencia como base de la teorización y el saber del preso. La segunda contribución de Sostre al legado de la crítica del régimen carcelario se desprende de su aproximación minuciosa a las políticas del cuerpo en la prisión, un aspecto del aparato punitivo que frecuentemente pasa desapercibido en las discusiones generales que privilegian la cuestión más abstracta de los derechos o la economía política del castigo y el capital carcelario.

No es este el lugar para analizar detenidamente su argumento en el caso Sostre v. McGinnis o en el posterior Sostre v. Peter Preiser (que da seguimiento a Sostre v. McGinnis como apelación en la Corte del Distrito Norte del Estado de Nueva York en 1973 519 F.2d 763) (2d Cir. 1975) y que se cierra luego en la Corte Suprema de los EE.UU. Basta notar que su eficaz querella contra la inspección anal de los presos le había costado palizas innombrables y meses adicionales de confinamiento solitario. Sostre describe en detalle el procedimiento innecesario de la inspección cada vez que el preso salía de su celda aislada: la inclinación del preso, las piernas abiertas, la cavidad del ano expuesto a la mirada de los guardias. Los detalles de su descripción en el lenguaje bastante impersonal de un litigio reinscriben el lugar del cuerpo desnudo del hombre negro sometido a la mirada de hombres blancos.

Ver Calvin C. Hernton (1965) y Robert Reid-Phar (2007), especialmente el capítulo sobre la militancia del líder de los Black Panthers, Huey Newton, “Saint Huey”.

En su resumen del argumento de su demanda, Sostre se refiere a cómo la inspección anal se asocia con la violación:

(“Appellants Brief and Argument”, Martin Sostre vs. Peter Preiser, 519 F.2d 763, 764 (2d Cir. 1975), pp. 43-44, traducimos En la atmósfera coercitiva y desmoralizante de la prisión de máxima seguridad, inclinarse y abrir las nalgas (buttocks) para que tus captores te inspeccionen por atrás es degradante y produce temor. También desata asociaciones con el miedo del convicto a la sodomía y la violación. De hecho, es una profunda y detestable invasión de la privacidad y la dignidad, y debería prohibirse.

El proceso de Sostre y el inconsciente jurídico

La cuestión de la política del cuerpo y el emplazamiento nos lleva a retomar el proceso judicial contra Sostre en la Corte Superior del Condado de Erie, Estado de Nueva York, entre febrero y marzo de 1968 (Sostre 1969).

Todas las citas del juicio provienen de esta edición. Arriba registraremos el número las páginas correspondientes a las citas que hemos traducido.

Había sido acusado de tres delitos graves: incitar a motín durante las revueltas, venta de drogas en su librería y agresión contra la policía durante su arresto y el arresto de su compañera Geraldine Robinson, quien fue sometida a un juicio aparte. Aunque la acusación de incitar a motín fue el detonador del proceso, el cargo fue pronto desestimado por falta de evidencia. En cambio, se le imputaron cargos graves de posesión y venta de narcóticos y de agresión contra la policía. Por los antecedentes penales de Sostre, un caso reincidente de venta de drogas conllevaba una sentencia de 30 años de prisión.

Figura 11.  Documentos del juicio de Sostre en 1968

Durante el juicio resurge la imagen del librero como agitador a sueldo. La evidencia que presenta la policía apoya la narrativa de la peligrosidad de Sostre en su pequeña librería Afro-Asiática antes, durante y después de la revuelta. En cambio, la autodefensa del librero anarco-comunista ponía en evidencia el lugar del cuerpo racializado bajo el peso de la mirada jurídico-policial: el mismo cuerpo que disiente e impugna, durante el juicio, no tan solo la supuesta evidencia policiaca, sino los reclamos de universalidad e igualdad ante la ley, principio fundamental del derecho liberal. Su intervención (y la mordaza que le impone el juez durante parte del proceso) impacta la escena del juicio y la ley del Estado con una postulación alternativa de la justicia.

La fuerza ilocucionaria de la defensa de Sostre nos presiona a repensar dos cosas: primero, la supuesta condición del encarcelamiento como “muerte social” y anulación del preso en tanto sujeto político; y segundo, la pragmática de la injuria en un juicio cuyo diferendo reinscribe (y trastoca) la contradicción entre la razón del derecho y el pathos o trauma de un “linchamiento judicial”, como lo llama Sostre: “Observen el racismo en América […] Quiero ser un ejemplo de cómo resistir un linchamiento judicial (legal lynching)” (11). Conviene notar que la pregunta por la subjetivación y por lo que Michel Foucault llamaba las “formas de la verdad jurídica” (1983, 1976) que he tratado en otros trabajos, se reelabora en la aproximación al juicio.

Ver “La ley es otra” y “El proceso de Alberto Mendoza” (Ramos 2022).

Porque la intervención de Sostre altera radicalmente el régimen de la subjetivación o interpelación en la escena judicial donde, al comparecer como acusado y como abogado de sí mismo, Sostre impugna el principio de la representación en el juicio.

Ver “La ley es otra” y “El proceso de Alberto Mendoza” (Ramos 2022).

En cambio, “la corte es una arena de lucha, un campo de batalla, uno de los mejores; usaremos estas mismas cámaras de tortura, estas mismas cortes de canguro, para exponerlas” (13). Su intervención produce un corto-circuito en la interpelación y el juicio en tanto espejeo o particularización de una lógica del reconocimiento. Su objetivo es “exponer” las operaciones de esa lógica y su imposibilidad como horizonte de la justicia.

Por otro lado, no hay que soslayar la desigualdad casi infinita entre Sostre y los poderes aplastantes que despliegan los tribunales en su contra. Al final del juicio el librero afro-puertorriqueño fue sentenciado a cumplir una condena de 30 a 41 años de prisión. La redada de la policía que resultó en el arresto de Sostre y de Geraldine Robinson tuvo lugar en la librería casi dos semanas después de la revuelta en junio de 1967. El arresto estaba bien planeado. El testigo principal de la fiscalía, Arto Williams, testifica que Sostre le había vendido en la librería una dosis de heroína valorada en $15. Unos años después, en 1972, el mismo Arto Williams confiesa públicamente que su testimonio había sido jurado bajo presión de la policía, a cambio de inmunidad en otro caso por el que Williams había sido arrestado unos meses antes. A pesar de la confesión inequívoca de Williams en 1972, la Corte decide que la retractación no tenía mérito y falla nuevamente en contra de Sostre (Rosenbaum y Kossy 1976, 6). El librero permanecería en prisión hasta 1975, cuando recibe un indulto ejecutivo del gobernador del Estado de Nueva York, Hugh L. Carey (Hess 1975). El indulto otorgado por Carey, un gobernador liberal, seguramente respondía a la necesidad de reformar el régimen carcelario tras la matanza en la Prisión de Attica en 1971 y la intensificación durante la década anterior de las luchas por los derechos civiles y constitucionales de las minorías.

Entre las figuras del movimiento de los derechos civiles que destacó la importancia del caso de Sostre se encontraba la jurista Constance Baker Motley. La Jueza Motley presenta una importante conferencia titulada “Prisoner´s Rights” inspirada por el caso de Sostre, cuya historia y demandas judiciales conocía bien en su Corte Federal de Distrito de Nueva York, donde Motley había adjudicado una demanda a favor de Sostre en 1971. La conferencia de Motley cierra citando el siguiente llamado a la abolición de las cárceles: “Estoy convencida de que la institución de la prisión probablemente debe abolirse. En muchos aspectos es tan intolerable dentro de los Estados Unidos como lo fue la institución de la esclavitud, es igual de brutal para todos los involucrados, igual de tóxica para el sistema social, igual de subversiva para la hermandad del hombre, incluso más costosa según algunos estándares y sin dudas menos racional”. (1976, 894; traducimos).

El escandaloso encarcelamiento de Sostre había cobrado visibilidad en la prensa durante aquellos mismos años de Attica, bajo la presión de distintos grupos de solidaridad y de apoyo, incluida la plana mayor de Amnistía Internacional, que reconoció a Sostre como preso político o de “conciencia”, categoría poco usada por Amnistía Internacional contra los EE.UU, donde domina el mito de que no hay presos políticos bajo las garantías del estado de derecho (Amnesty International 1976, 1).

Aunque Carey le concede a Sostre la libertad bajo palabra en 1975, la corte nunca llega a reconocer formalmente su inocencia de los cargos fabricados por la policía. Esto, recordemos, solo en parte se explica por el peso de los antecedentes penales de Sostre, quien anteriormente había sido convicto por posesión y venta de heroína en 1952, delito grave por el que estuvo preso hasta 1964. La guerra contra las drogas es el contexto y trasfondo histórico de la farmacolonialidad del caso de Sostre, no tan solo por el papel que las sustancias pudieron (o no) cumplir en la vida del acusado —desde su juventud en Harlem, su expulsión del ejército norteamericano o su primer intento de rehabilitación en Kentucky. La guerra contra las drogas legitima campañas de incriminación de disidentes y opositores del Estado desde mucho antes de Nixon o Reagan, tan pronto como se criminalizan las drogas en los 1920.

Richard Lawrence Miller (1996) señala los antecedentes racializados de las campañas anti-drogas de Nixon (1971) y Reagan (1983).

Inicia una importante resignificación del discurso de la guerra y la aplicación de las técnicas militares a la sociedad civil. A su vez, la criminalización cada vez más sistemática de las drogas en la década del 1960 (luego de las nuevas leyes de 1959) contribuía a crear una brecha profunda entre la sobriedad de una estricta disciplina de izquierda (que el mismo Sostre en ocasiones defendía), las prácticas también rebeldes, contraculturales, de la experimentación sensorial, y la automedicación de la vida en los márgenes de las galopantes economías del abandono en ciudades profundamente segregadas y empobrecidas como Búfalo, entrando ya al proceso de desindustrialización bajo el posfordismo.

Por otro lado, en la trayectoria de Sostre, las drogas no pueden reducirse al lado oscuro, delictivo, de la vida social o a la anarco-economía. La farmacolonialidad tiene una dimensión institucional, psiquiátrica, aspecto poco estudiado del régimen carcelario. Este aspecto de la política de las drogas surge en las audiencias psiquiátricas que preceden el juicio del librero. Sostre reflexiona sobre el uso de las drogas como dispositivo de control físico y psíquico de los presos en unas reveladoras notas, escritas a modo de cartas y resúmenes, que se incluyen en Letters from Prison (Cartas desde la prisión) (1968, 43, 47-49; traducción nuestra). Esas notas contienen un lúcido análisis del papel de los saberes médicos, especialmente la psiquiatría, en los tribunales:

Creo que el próximo paso será “declararme loco”: la corte pondrá en juicio mi cordura (porque me estoy negando a cooperar con mi linchamiento legal) y ordenará una evaluación psiquiátrica para determinar si soy capaz de comprender los cargos que se presentan en mi contra.

Algunas veces el psiquiatra asignado por el Estado te entrampa falsamente con un informe adverso y la corte te declara legalmente demente y ordena tu ingreso al hospital del Estado donde, o te asesinan o acaban con tu cordura mediante el uso de drogas que destruyen tu mente, o te retienen allí durante años hasta que finalmente te declaran lo suficientemente cuerdo como para ser procesado judicialmente, y entonces te hacen regresar a corte a enfrentar los cargos originales nuevamente. Los psiquiatras, doctores, hospitales y manicomios siempre han sido utilizados por los opresores para intimidar o destruir a los que se les oponen […] (42).

Me devolvieron del hospital el día 21; tuve que rechazar las drogas que intentaron que consumiera en la sala psiquiátrica para empastillarme y ponerme a bambolear todo drogado como los otros pacientes allí. Las charlas que les impartí a los otros pacientes sobre el Poder Negro, Vietnam, el racismo americano y la opresión no fueron bien apreciadas por los psiquiatras y el personal del hospital […] (43).

El uso del manicomio, los psiquiatras y las drogas que destruyen la mente (mind destroying drugs) aunque más sofisticadas que la macana, la cárcel o la bala, no es nada nuevo y ha sido usado para intimidar a muchas personas. Pero debido a su naturaleza insidiosa y los elementos médicos y legales con los que está aislado y protegido, no ha sido reconocido aún por las masas como un arma de opresión. Voy a hacer lo máximo posible para exponerlos en corte (44).

En esa etapa preliminar del juicio encontramos ya una construcción importante de la afección del acusado. Los preliminares introducen la problemática del afecto, pathos o patología en el límite de la racionalidad jurídica. En varios momentos el Juez Marshall le llama “odio” a ese afecto, un síntoma de una “personalidad paranoica”. En cambio, Sostre le llamará “hostilidad”, introduciendo la cuestión del hostis, enemigo o adversario en el vocabulario y la escena del juicio.

En cierto sentido, el Juez reinscribe la “furia” de Sostre. No podemos ignorar que la figura de una justicia arcaica, vengativa, en Las Eumenides en la obra clásica de Esquilo sobre los orígenes de la jurisprudencia de Atenas, se traduce como la Furia. La obra de Esquilo dramatiza el origen violento de la ley civilizada como superación de una ley arcaica, oral, basada en la venganza justiciera. Nicole Loraux (2008) identifica la stasis de la guerra civil en los orígenes de la ley ateniense.

La hostilidad se enmarca en una lógica abstracta que opone razón y pathos en un recorte que patologiza la intensidad político-afectiva de la hostilidad y la rabia. Señala Sostre: “cualquiera que se opone activamente a la guerra y al racismo puede ser clasificado como de personalidad ‘paranoica’, porque su conducta es hostil a aquellas normas establecidas por la estructura de poder” (48). Sostre resignifica la “hostilidad”. La identifica ahora como una fuerza agresiva, destructiva, proveniente del sistema, inseparable del racismo:

La personalidad paranoica es un estado normal cuando uno está de hecho acorralado por elementos hostiles o es perseguido.

El hecho de que soy un miembro perseguido de la minoría negra viviendo en un ambiente hostil y racista no fue tomado en consideración al evaluar mi personalidad.

Hay asuntos de conciencia personal que influencian el comportamiento, y si tal comportamiento se manifiesta en contra de los estándares establecidos, provocará una reacción hostil que puede producir una personalidad paranoica porque la hostilidad es real. En otras palabras, no solo el diagnóstico psiquiátrico fue subjetivo, sino que la razón por la cual fui etiquetado como paranoico fue debido a mi postura hacia Vietnam y el racismo (48).

La hostilidad es real; es lo real de la ley, el antagonismo racializado que precede, permea y fractura el ordenamiento simbólico y los dispositivos de la ley. En ese sentido, la “hostilidad” de Sostre puntualiza la discusión del diferendo con una intensidad afectiva que presiona a revisar la propuesta de Jean-François Lyotard (1988) sobre el diferendo como un intraducible entre dos o más “juegos lingüísticos” sin mediación posible. Sostre apunta a la hostilidad como momento político-afectivo del análisis que desborda incluso su forma lingüística. La hostilidad remite al trauma personal e histórico que Shoshana Felman (2002) ha identificado con el “inconsciente jurídico”.

Felman interpreta la manifestación fragmentaria o sintomática del trauma en los fallos o lapsos de la performatividad jurídica. Situada en el cruce entre la deconstrucción y el psicoanálisis, su aproximación al discurso jurídico acentúa la prioridad de una dimensión no articulada de la ley que discontinuamente se expresa ya sea en los deslices retóricos del juicio o en el colapso de una de sus funciones fundamentales, como, por ejemplo, el testimonio fallido o el colapso emocional del testigo. Felman analiza dos grandes juicios históricos: el proceso del genocida nazi Adolph Eichmann en Jerusalem en 1961 (citado varias veces por Sostre en su defensa pro se) y el juicio contra OJ Simpson por el asesinato de su esposa en Los Ángeles entre 1994 y 1995. Hay juicios que marcan giros o abren caminos en la historia de la jurisprudencia. Tales juicios rompen algún aspecto constitutivo del marco jurídico. Escenifican un quiebre entre tres factores del juicio: la ley, su consistencia positiva y los contenidos cambiantes de la justicia, basados en lo que Robert M. Cover (1984) ha identificado con el telar narrativo, temporalizado, del nomos de una comunidad. La fractura entre ley y justicia se sintomatiza en el fallo o colapso de la estructura legal, momento que Felman identifica con la reemergencia o repetición de un trauma. El ejemplo más notable de la paradoja que se desprende de una performatividad fallida, que abre el espacio jurídico a una articulación del pathos y de la herida del trauma, se condensa en el análisis del desmayo del poeta judío K-Zetnit, sobreviviente de los campos de concentración, quien colapsa al comienzo de su testimonio interpelado por el fiscal y por el juez sobre su contacto personal con Eichmann en Auschwitz. El desmayo de K-Zetnit marca el punctum de imposibilidad del testimonio ante la magnitud del crimen y el peso o fuerza de la orden interpelativa: el llamado a hablar y a testimoniar. Pero al mismo tiempo, según Felman, el colapso del testigo visibiliza el trauma fuera del marco protocolar del juicio. Durante ese momento del colapso del testimoniante, el juicio confronta los límites del trauma. No es casual que el fallo de la performatividad testimonial/judicial sea instanciada o encarnada por una figura literaria, el emblemático poeta sobreviviente, K-Zetnit. Felman se posiciona en la disyuntiva entre la exigencia de la ley y la verdad diferida o desplazada de la literatura. Interpreta la figura literaria (del poeta como testigo) en oposición a la ley: “Es notable que tal encuentro entre trauma, ley y arte ocurra dentro del juicio. En el juicio, en el drama del desencuentro entre K-Zetnik y los actores legales (juez y fiscales) hay una confrontación única entre la literatura y la ley como dos vocabularios de la memoria. El choque entre estas dos dimensiones y estos dos vocabularios provoca el colapso del marco legal con el colapso físico del testigo” (165). La manifestación del inconsciente jurídico parece ser inseparable del trabajo de la memoria literaria, reclamo que le adjudica a la verdad diferida o inexpresable de la literatura una autoridad ética superior a la ley misma. La universalidad de tal reclamo vincula la elaboración de Felman con una ideología literaria moderna que soslaya la relación entre la literatura y el poder, particularmente en los procesos de subjetivación testimonial y mediación de diferendos.

La intensidad de Martin Sostre en el juicio de 1967 contrasta con la presencia de K-Zetnit en el juicio de Eichmann. ¿Se explicaría la disparidad simple o exclusivamente con la magnitud del juicio por genocidio en Jerusalem de enorme significado histórico y alcance mediático? Por otro lado, la magnitud de un caso no le resta gravedad al trauma individual y colectivo provocado por el racismo institucional en el juicio y la condena de 30-41 años de prisión. En otro registro, el contraste corresponde a dos distintos emplazamientos del cuerpo en la escena jurídica. Esto se manifiesta en dos aspectos de la performatividad de Sostre: la entonación y la gesticulación (que tanto perturba al Juez).

No es posible “escuchar” la voz del acusado, claro que no, pero sí se registran los tonos de su autodefensa. La inflexión lo sitúa físicamente en un campo de percepción dominado por los protocolos (y poderes) que ordenan la escena jurídica. Las interrupciones de Sostre producen un inesperado cortocircuito en la escena, hasta el punto culminante en que el juez ordena que Sostre sea silenciado y amordazado por la fuerza. Las estrategias de interrupción y desacato impactan la corte con la energía insubordinada de la revuelta misma, el acto de presencia del cuerpo contestatario, su gestualidad retadora y formas de elocución. Si pensamos que la energía insurreccional de los cuerpos de la revuelta es uno de los límites externos, infranqueables, de la hipotaxis y la subordinación jurídica —su distribución altamente ritualizada y protocolar de la inscripción de los cuerpos y del sentido—, entonces podríamos considerar la intervención callejera de Martin Sostre durante su defensa como una acción directa. En ese sentido, para Sostre, como decíamos, el “teatro” del juicio, más que una representación, es un campo de batalla, donde el acusado y abogado de sí mismo se propone desnaturalizar la farsa en el fundamento representacional del juicio.

Los emplazamientos tan distintos de K-Zetnit y de Sostre suponen divergentes economías del gesto. Mientras K-Zetnit se retrae y se desmaya bajo la demanda de la interpelación al testimonio, Sostre, en cambio, despliega una gestualidad excesiva. Por gestualidad me refiero al vínculo no necesariamente subordinado entre la acción verbal y la presencia física, racializada del acusado. Más que el fallo o el colapso de la performatividad del testigo que Felman analiza en el juicio de Eichmann, la intervención de Sostre potencia la performatividad. De ese modo sobrecarga afectivamente el marco protocolar del juicio. De ahí, entre otras cosas, los recurrentes llamados “fáticos” del juez al orden que proyectan el control del medio, de los detalles mínimos de la comunicación y el cuerpo encadenado, pero locuaz de Sostre. Notemos el papel de la gestualidad en el siguiente intercambio en la corte, cuando el juez Marshall le pregunta a Sostre: “¿Se está dirigiendo a mí, o a la audiencia?”. Sostre responde: “A Ud., su señoría”. El juez añade: “Bien, entonces míreme a mí”. La gestualidad introduce una discordancia en el estricto esquema óptico de la corte en los momentos en que Sostre se dirige a la audiencia. El juego de las miradas en la corte, armado sobre el apoyo de la inscripción deíctica y su distribución de las posiciones de los sujetos, diseña la escena judicial bajo un esquema óptico que distribuye jerárquicamente los cuerpos en función de la economía simbólica de la ley. Sostre desvía la mirada del juez y de la interpelación (“míreme a mí”). Sostre se dirige a la audiencia, tal como lo había hecho en otras ocasiones, para comentar irónicamente sobre las condiciones del juicio. En más de un sentido, el desvío de la mirada hacia la audiencia rompe el marco visual de la escena jurídica; desnaturaliza la demarcación jerárquica, espacial, de la representación, para “exponer”, en cambio, el lugar del cuerpo negro sometido a una violenta “farsa”. Si acaso buscáramos un correlato histórico-literario, teatral, de este procedimiento que desnaturaliza la escena del juicio, podríamos referirnos al distanciamiento o extrañamiento brechtiano. Si bien es cierto que no opera aquí el peso o la prioridad que Brecht le asigna a la función crítica-cognitiva del espectador, en aras del pathos o efecto emocional de la obra, sí es notable cómo Sostre genera un distanciamiento (reflexivo) mediante la interrupción de las coordenadas espacio-temporales del juicio. Los comentarios de Sostre a la audiencia exponen críticamente la desigualdad; las condiciones raciales de la imposibilidad del juicio son inseparables de la sobrecarga afectiva que el Juez identifica como el odio o la hostilidad de Sostre. Si a esto sumamos que Sostre insiste en marcar durante el juicio el vernáculo de su locución —el Black English en su radical gestualidad minoritaria— cobra relieve la inscripción ahí de otra política del cuerpo, su relación con las palabras, con las verdades, con los contenidos de la justicia.

Ahora bien, la sobrecarga afectiva de la intervención de Sostre es irreducible a la función individualizadora del pathos que Felman le asigna paradójicamente al colapso del testimonio mediante el cual se manifiesta dramáticamente el trauma subjetivo en la médula del inconsciente jurídico. En última instancia, la inversión estratégica que Felman propone en su crítica explícita de la tendencia al formalismo jurídico de Hannah Arendt en Eichman en Jerusalem. Un estudio sobre la banalidad del mal (2003), reinscribe una oposición esquemática entre las funciones ilustradas, cognitivas, que Arendt exigía como requisito para un juicio efectivo, y el pathos de lo “inexpresable” que Felman identifica con la expresión quebrada del trauma. La intensidad de Sostre en el juicio, su entrada a la corte como campo de batalla, sacude el binario entre forma jurídica y pathos del trauma al transformar la sobrecarga en el medio del distanciamiento crítico de la ley como farsa.

En su defensa Sostre menciona el juicio de Eichmann para referirse a los efectos históricos del racismo y establecer así un paralelo entre el racismo contra los negros y contra los judíos. ¿Conocería Sostre el texto de Arendt sobre el juicio en Jerusalem, publicado inicialmente como una serie de artículos en The New Yorker en 1963? Es posible que haya conocido el influyente texto de Arendt, publicado como libro en 1964.

De cualquier modo, el alegato de Sostre durante el proceso de selección del jurado —casi todos hombres blancos de clase media— coincide con el punto clave de Arendt sobre la “banalidad” de Eichmann, un hombre incapaz de usar su raciocinio para cuestionar las órdenes de sus superiores y violar la ley del Estado nazi.

Ver especialmente el capítulo titulado “El acusado” en Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalem. Un ensayo sobre la banalidad del mal (2003, 18 y ss.).

Durante la fase de selección de jurado, Sostre les pregunta a varios de los jurados potenciales si serían capaces de emitir un juicio fuera o en contra de la ley, incluso cuando la ley estuviera violando sus principios como individuos. Todos los miembros potenciales del jurado que Sostre interroga responden que nunca juzgarían fuera de la ley. La respuesta de los jurados potenciales le permite a Sostre postular una distinción entre la ley vigente (o positiva) y un horizonte que Sostre mismo designa como un horizonte “trascendental” de la ley, habitado por los principios y contenidos de un ideal de justicia (29). Los ideales de la justicia bien podrían encaminar el juicio contra la ley si esta fuera injusta. Si la ley se encuentra, de hecho, fundamentada en un aparato administrativo segregacionista y racista que contradice el derecho natural, entonces el deber o la obligación que define al ciudadano justo es la impugnación de la ley. De lo contrario, el sentido (trascendental) de la justicia quedaría sometido bajo el peso de la ley del Estado, tal como ocurre bajo el totalitarismo. La justicia es entonces inseparable de la dimensión virtual o imaginativa del derecho que Sostre proyecta como un fundamento natural del derecho.

En más de un sentido, Sostre intersecta la escena del juicio con lo real de la ley, pero no necesariamente porque lo real de la ley designe al derecho como lo “no representable” de la ley, o como objeto de su gobierno, como parece pensar Laurent de Sutter (2021).

Laurent de Sutter: “Por lo demás, excluir su propio real es la tarea más esencial a la que, desde el origen, se aplicó la categoría de ley: es ley lo que trabaja en la exclusión de su real; es ley lo que consuma su propio cierre sobre su punto ciego. Ese origen es griego y filosófico, cuando lo real que la categoría de ley apuntaba a excluir era el del derecho, como si la ley no hubiera existido sino para hacer que el derecho fuera imposible salvo bajo su gobierno exclusivo” (2021, 14).

Sostre introduce lo real del antagonismo y su carga político-afectiva en el orden simbólico de la ley al interrumpir la escena del juicio con una intervención sobre el racismo que permea todos los aspectos de la institucionalidad y constata la desigualdad y la violencia entre los cuerpos. El acusado encarna y expone la imposibilidad de la universalidad de la ley mediante su intervención del derecho no ya como representación fallida sino como campo de batalla: “La corte es una arena de lucha, un campo de batalla, uno de los mejores. Utilizaremos estas mismas cámaras de tortura, estas cortes de canguro (kangaroo courts) para exponerlos” (Sostre 1969, 13).


Raza y nacionalidad en la narrativa diaspórica

El inconfundible acento anticolonial de Sostre en “El nuevo prisionero” y en otros de sus escritos e intervenciones nos lleva a considerar su formación como un sujeto diaspórico. Es notable la poca atención que Martin Sostre ha recibido en las discusiones políticas puertorriqueñas.

El documentalista puertorriqueño Pedro Ángel Rivera, quien residió en Búfalo entre 1970 y 71, menciona a Sostre en una entrevista que le hice en 2015 (Ramos 2018).

¿Qué síntomas provoca allí su radical excentricidad? El desconocimiento se explica solo parcialmente como un efecto de la afiliación político-afectiva y discursiva afroamericana que manifestaba él mismo. Sus vínculos y compromisos primordiales, al menos los más explícitos o articulados, así como las lógicas del reconocimiento del que ha sido objeto desde fines de la década del 1960 y los años 70, se inscriben en el horizonte de la sensibilidad y la autoridad de la cultura radical afroamericana de la segunda mitad del siglo XX. Por eso no ha de sorprendernos demasiado cuando notamos que el emotivo libro de Vincent Copeland, The Crime of Martin Sostre, publicado en 1970, sobre la participación de Sostre en la revuelta de Búfalo, no hace ni una sola mención a la relación de Sostre con el archipiélago puertorriqueño y sus diásporas. Tampoco el excelente documental Frame Up! The Imprisonment of Martin Sostre, estrenado en 1974 por los directores Steven Fischler y Joel Sucher, del colectivo anarquista Pacific Street Films de Brooklyn, menciona los antecedentes personales de Sostre, hijo de inmigrantes puertorriqueños, criado en una de las fluidas fronteras internas de Harlem, entre el Spanish Harlem y el Harlem negro. Cuando se menciona que Sostre era un hombre negro y puertorriqueño, afro-puertorriqueño, no se cuestiona el modo en que raza y nacionalidad se conjugan o divergen en él. Conviene desnaturalizar la relación entre raza y nacionalidad, para entender mejor los tensores inscritos por el guion de afro-puertorriqueño, así como las distintas genealogías del pensamiento radical, estilos de militancia y performatividad que se articulan ahí.

Sin embargo, el objetivo ahora no es adjudicarle un lugar o “recuperarlo” para el campo institucional de la historia o la literatura puertorriqueña. Pero no hay que soslayar la pregunta por la relación entre Sostre y la cultura puertorriqueña, especialmente a la hora de investigar los márgenes de su archivo, cuando salta a la vista un limitado pero contundente y revelador vínculo con el legado anti-colonial puertorriqueño, donde brilla su correspondencia con la líder nacionalista Lolita Lebrón en 1973, cuando Lolita todavía se encontraba presa en Virginia por liderar el ataque histórico contra el Capitolio norteamericano en 1954.

Sostre publicó las cartas (en español y en inglés) en The Internationalist Newsletter, 1974, Vol. 2, núm. 1, pp. 3-8 (disponible en la Colección Labadie). Le agradezco a Dan Georgakas, quien había sido miembro del Comité de Defensa de Sostre a comienzos de los 1970, la referencia inicial a esta correspondencia.

Estos aspectos del archivo-Sostre comprueban afinidades, luchas comunes, horizontes de sentido compartidos o en tensión que en la vida de Sostre no se manifiestan nunca como fractura o drama identitario. Si bien quedan al margen de la “biografía”, llevan a cuestionar cualquier oposición tajante, excluyente, entre la negritud de Sostre y su formación diaspórica puertorriqueña. Al mismo tiempo, las cartas añaden relieve a aspectos poco discutidos de la experiencia y la relación de Lolita Lebrón con el movimiento carcelario y la izquierda negra.

Por otro lado, entre otras cosas, es evidente que Sostre pasó desde muy joven al inglés. Se cambia el nombre de Martín a Martin, de Martín Ramírez Sostre a Martin Sostre. En ocasiones firma luego como Martin X y Brother Martin, según notamos en los artículos que aparecen en Black News, el periódico que publicaba su “librería en el exilio”, gestionada por su Comité de Defensa, desde un stand o mesa estudiantil de la Universidad (SUNY) de Búfalo. La firma, el cambio de nombre, inscribe un tránsito a las referencias del inglés vernáculo, el Black English que relativiza o impugna los reclamos universales y el estatismo de la gramática; transculturación negra del inglés mediante las modulaciones, apropiaciones y acentos que el poeta Tato Laviera, contemporáneo de Sostre, identificaba como una de las fuentes de la poesía nuyorican y la potencia creativa de la experiencia migratoria.

Ver Larry La Fontaine-Stokes, “Speaking Black Latino/a/Ness: Race, Performance, and Poetry in Tato Laviera, Willie Perdomo, and Josefina Báez” (2014) y Julio Ramos, “Migratorias: José Martí y Tato Laviera”, Postdata (1994), trabajo que también se encuentra en el volumen editado por Josefina Ludmer, Las culturas de fin de siglo en América Latina (1994).

En ese sentido, no está demás abrir ahora la discusión y situar a Sostre en un límite (diacrítico) de los debates sobre los legados caribeños que el historiador Winston James (1998) identifica en su investigación sobre el radicalismo negro en los Estados Unidos. Digo un margen diacrítico, porque, leídos desde la figura excéntrica de Martin Sostre, tan difícil de “definir” o de “identificar” de acuerdo con las categorías territoriales habituales, notamos la traza de límites, los cortes que distinguen el adentro y el afuera, la entrada, las exclusiones y entre-lugares del caribeñismo diaspórico como campo identitario y como archivo.

Winston James explora la repercusión intelectual que tienen las migraciones caribeñas, de distintas procedencias y lenguas, en la formación política radical de las comunidades de los Estados Unidos en un arco temporal no necesariamente continuo o evolutivo, que va desde figuras como Hurbert Harrison y Marcus Garvey poco después del 1900, hasta la década del poder negro de Stokely Carmichael en los 1960. James se detiene en dos intelectuales afro-puertorriqueños, Arturo Schomburg y Jesús Colón, a quienes ubica en la “extraordinaria línea de caribeños [que] ha estado a la vanguardia tanto de movimientos políticos radicales como de las corrientes radicales de actividad intelectual entre la gente negra de los Estados Unidos” (1998, 2; la traducción de la cita es nuestra). Sostre no figura en los archivos de James, pero su procedencia y trayectoria en las fronteras internas de Harlem consigna una dimensión caribeña, diaspórica, así como nuevas derivas de la cultura radical negra.

Para entablar el diálogo, vale la pena ensayar un contrapunto entre la formación de Sostre y la procedencia de Schomburg y Jesús Colón. De ahí se desprende enseguida una diferencia fundamental, que no se explica exclusivamente en términos generacionales. La formación callejera y carcelaria de Sostre contrasta con el trasfondo tabaquero, ligado a entornos artesanales, de los dos sujetos ilustrados.

Sobre la cultura radical de los tabaqueros, ver Ángel Quintero Rivera, “Socialista y tabaquero: la proletarización de los artesanos” (1978).

Por cierto, ambos son reconocidos desde temprano como intelectuales destacados de las comunidades diaspóricas de NY: Arturo Schomburg como coleccionista y bibliófilo; Jesús Colón como escritor y periodista. También entre Schomburg y Colón había contrastes ideológicos y políticos marcados, como recuerda James. En Nueva York Schomburg gradualmente deriva hacia las comunidades negras del Caribe anglófono, más próximo a la religión y a la masonería que Colón, quien se destaca como intelectual comunista en la prensa boricua y latina de la ciudad.

En cambio, la educación autodidacta de Martin Sostre desborda los contrapuntos. El proyecto de su librería supone un compromiso con la lectura como acción colectiva, inseparable de una potencia que Sostre ve como extensión de los cuerpos de la revuelta. En ese sentido, no creo que su librería anarquista reproduzca la autoridad “ilustrada” de la “barriada letrada” que el historiador Jorell A. Meléndez-Badillo (2021) ha identificado recientemente con una ilustración artesana, muy idealizada por la historia obrera puertorriqueña.

Sobre las paradojas de la literatura obrera ver también “Luisa Capetillo, los pliegues de la letra”, estudio introductorio a Amor y anarquía: los escritos de Luisa Capetillo, ed. Julio Ramos (1992).

Esa historia consigna políticas divergentes de la letra y de la lectura.

Sostre venía de la calle. Si fuéramos a hablar de una escena primaria de su formación intelectual y literaria, tendríamos que buscarla en la prisión, aunque su formación también remite a experiencias y modelos anteriores a su encierro. De cualquier modo, el contraste entre Sostre, Schomburg y Colón no puede explicarse exclusivamente como un accidente generacional. Se explica en parte por los cambios en la cultura del trabajo y las intensas transformaciones de las culturas minoritarias después de la segunda guerra mundial, bajo el impacto del giro post-fordista del régimen laboral que llevan incluso a problematizar el concepto mismo de proletariado. En las palabras de Sostre:

(Sostre 1976, 12; traducción nuestra) Yo mismo no tengo demasiadas esperanzas en la clase trabajadora, que se concentra únicamente en la clase trabajadora. El lumpen es otra cosa. Son ellos en quienes me enfoco, en quienes tengo fe. Dejaré el trabajo con la clase obrera. El lumpen es la clase con la que me relaciono, de la que vengo, los detonadores de la revolución en lo que a mí respecta. Es la clase más baja y la más oprimida. Por supuesto que las revoluciones han sido asumidas por otros, pero ellos son los que han iniciado el proceso, los verdaderos detonadores y los que salen a la calle.

No hay que ignorar la procedencia peyorativa de “lumpen” (que en la tradición obrerista y marxista se relaciona frecuentemente con la figura del desclasado rompehuelgas) para considerar dos aspectos significativos de la posición de Sostre. Primero, está claro que Sostre se apropia del concepto, de carga negativa en Marx, para reencaminarlo y potenciar sus contenidos insurreccionales. Segundo, la declaración de Sostre acarrea una temprana crítica de la ideología del trabajo en tanto fundamento ontológico bajo el cielo productivista del capitalismo como “religión del trabajo”. En Sostre hay un posicionamiento ligado a lo que Stanley Aronowitz (Aronowitz y Cut 1998) ha denominado, tal vez apresuradamente, el “post-trabajo”, ligado a estrategias performáticas que la crítica cultural y psicóloga María Milagros López (1994) designaba con la figura de la “jaibería”, corolario en una latitud caribeña y diaspórica de lo que Horacio González (1992) denominaba la “ética picaresca” en la Argentina. El concepto del “lumpen” en Sostre supone un repudio de la respetabilidad cívica basada en una ideología de la función redentora del trabajo.

Retomemos el hilo de Winston James, quien dedica varias páginas importantes al contraste entre Schomburg y Jesús Colón, contraste que posiblemente nos ayude a aproximar al giro que representa Sostre en un contexto neoyorquino, para apreciar mejor lo que su trayectoria singular sugiere sobre las posiciones paradigmáticas en la discusión diaspórica y las lecturas renovadoras de la constelación afropuertorriqueña que propone Jossianna Arroyo (2013).

El libro de James elucida una disyuntiva clave en la formación intelectual y político-afectiva de Schomburg, desplazamiento de prioridades, alianzas, lengua, cifrado en el cambio de Arturo a Arthur y en el gradual distanciamiento de Schomburg de los movimientos independentistas puertorriqueños, en los que había estado muy activo desde la fundación del importante club “Las Dos Antillas”. También había publicado en Patria, el periódico del Partido Revolucionario Cubano, dirigido por José Martí, y participado en clubes y logias masónicas antillanas. Para algunos de sus contemporáneos puertorriqueños, el mismo Jesús Colón y Bernardo Vega, por ejemplo, según argumenta James, la transformación de Schomburg dramatiza la disyuntiva afropuertoriqueña —una tensión entre la raza y la nacionalidad— en la formación político-afectiva. Aunque James rechaza esa “insidiosa y perturbadora oposición binaria entre ser puertorriqueño y ser negro” (1998, 200), de cierto modo reinscribe la disyuntiva al concluir que “Schomburg se consideraba un miembro de la cría dispersa de África que accidentalmente había nacido [happen to be born] en Puerto Rico” (1998, 200). W. James apenas sugiere otra explicación de la disyuntiva entre raza y nacionalidad (anti-colonial): los movimientos independentistas, políticos y culturales, con que se identifica el vínculo puertorriqueño y antillano de Schomburg alrededor de 1898, subordinaban el análisis de la raza y las consecuencias históricas de la racialización y los legados de la esclavitud bajo el signo de la formación nacional. Es el legado antillano que encuentra un momento emblemático en “Mi raza” de José Martí, publicado precisamente en Patria. Para Schomburg, tan atento a las procedencias diaspóricas de su negritud, la sublimación de la raza y de la crítica del racismo bajo la prioridad nacional y su retórica del mestizaje conllevaba una subordinación o denegación imposible de asumir.

Winston James no elabora esa dimensión de la disyuntiva entre las interpelaciones simultáneas de la raza, la clase, la patria, ni la distribución del género y la sexualidad que atraviesan las subjetividades, la complejidad de las lealtades entre comunidades distintas o en tensión. En cambio, reinscribe la narrativa clásica de la identificación diaspórica con el origen africano, narrativa caribeñista que por momentos tiene incluso una lejana resonancia pan-africanista, que tiende a coagular el análisis de las nuevas subjetividades y formas culturales que se crean en los procesos migratorios, sus raíces portátiles e identidades fluidas.

Jossianna Arroyo propone una relectura de Schomburg que impulsa la narrativa diaspórica en otra dirección: investiga la participación de Schomburg en redes de sociabilidad localizadas, específicas. Aunque no descarta de antemano la pregunta por la identidad compleja de Schomburg, y reconoce también, con Winston James, la complejidad de la relación de Schomburg con el Caribe hispano, su cartografía de la gradual deriva de Schomburg a los círculos afro-caribeños y afro-americanos, predominantemente anglófonos, lleva a Arroyo a analizar la reinvención de la subjetividad migrante mediante “tecnologías del ser” y procesos performativos de self-fashioning. Para Arroyo ese proceso transcultural de reinvención implica una ética moderna, propiciada por los modelos de masculinidad e inserción cívica que Schomburg encuentra en las logias masónicas. De este modo la investigadora sitúa el análisis de las tecnologías del sujeto migratorio en contextos pragmáticos específicos, cuya lógica interaccional permite replantear la pregunta por la trayectoria de Schomburg, no ya en función de la pregunta de su origen o su “asimilación” a un orden identitario, normativo, diferente, sino en función de las “identidades sociales negociadas” en el proceso diaspórico mismo. La estrategia le permite reelaborar el archivo caribeñista y latinoamericanista (de hecho, discute en detalle la pasión y labor archivística de Schomburg) e interrogar el fundamento ontologizado que escinde del origen (diaspórico) desplazado o perdido desde una lectura alternativa de la identidad como interacción y transformación incesante. Con ese mismo gesto, Arroyo disloca la “insidiosa y perturbadora oposición binaria” “entre ser puertorriqueño o ser negro” que le preocupaba a Winston James sin lograr zafarse de su excluyente lógica identitaria.

Aunque en Sostre, como sugerimos antes, no encontraremos ni rastro de la fractura que define al drama identitario, nos equivocaríamos si negáramos la identificación como vector de intensidad político-afectiva importante en sus escritos e intervenciones jurídicas. Primeramente, es necesario reconocer que la ley y la policía incesantemente identifican al sujeto. En su defensa pro se, durante el juicio de 1968 por los cargos radicados en Búfalo, Sostre incluso pone su nombre en abismo al argumentar que el tribunal no podía estar absolutamente seguro de que “este” Sostre presente en el juicio de 1968 fuera el mismo “Sostre” que había confesado el delito de venta y posesión de drogas que lo llevó a la cárcel en 1952. Pero la ley identifica y archiva los nombres propios, así como las marcas y huellas del cuerpo. Ahí surge ya una primera instancia de la política de la identificación, como un problema del nombre propio en los antecedentes judiciales.

Sin embargo, sería absurdo pensar que la “identidad” —incluso en el caso de un presidiario que vive y escribe bajo el peso de la ley— viene impuesta exclusivamente por la inscripción del nombre y las huellas en un archivo jurídico. Parte del problema radica en los distintos modos de entender los equívocos que provoca cualquier concepto unívoco de la identidad. Estos equívocos se complican aún más cuando consideramos el concepto heterónomo de la persona, corolario inevitable de la discusión identitaria. Como hemos sugerido antes, habría incluso que matizar la supuesta anulación de la identidad y la personalidad jurídica que supone la influyente figura de la “muerte social” de Orlando Patterson (1982) en discusiones que trasladan la condición de la persona (tachada) bajo la esclavitud a la negación del derecho del preso. Si consideramos que los sentidos múltiples del concepto de la persona no pueden reducirse a una figura o ficción legal, cobran relieve aspectos claves de la personalidad y de los derechos del preso y del esclavo. Paralelamente, la discusión de Hannah Arendt sobre la cancelación de los derechos ciudadanos de los judíos como comienzo del genocidio (un antecedente del homo sacer de Agamben) no es traducible a la discusión de los derechos de los presos o de la “muerte social”. La reducción del “homo sacer” a un estado puro del bios, extirpada absolutamente su humanidad (y derechos), solo puede entenderse como una ficción teórica, aunque bien puede ser una ficción letal, totalitaria, que modela la “soberanía” sobre la vida y la muerte en zonas de la historia del castigo y de la cárcel.

Evidentemente hay prácticas de sociabilidad y vida política en la cárcel. Estas formas de vida social entretejen e inscriben los cuerpos en redes identitarias. Como hemos visto, la ubicación de Sostre en esas redes de sociabilidad y de sentido le permiten afirmar un concepto alternativo de la justicia. Si bien la identificación racial y cultural y la identidad judicial son procesos diferenciados, es inevitable pensar que hay deslices significativos o desbordes, entre las instancias de identidad/identificación que se entrecruzan en la vida que se afirma en la firma de Martin Sostre, librero y defensor afro-puertorriqueño.

Entre otras cosas, el preso escribe cartas. La firma inscribe y acompaña sus cartas. La entonación de sus cartas inflexiona también la incursión de Sostre en otras formas o géneros del discurso, particularmente el ensayo o el artículo de opinión. “¡Escucha, cerdo!”: así comienza, por ejemplo, su ensayo “El nuevo prisionero”. La escritura de Sostre moviliza las palabras para la guerra. La entonación arrastra el cuerpo a un campo de batalla donde los poderosos adversarios controlan la violencia física. Pero no la voz, potenciada por una energía visceral que modula las palabras con intensidad afectiva. Su entonación, inseparable de la rabia, interviene el discurso de un modo paralelo a lo que la firma potencia en la escritura: inscripción del desafío, el polemos, la guerra. La firma singulariza la escritura e identifica al sujeto que expone su posición. Por eso es tan importante para Sostre situar la firma en el lugar de la escritura: “Cárcel-Fortaleza de Auburn (en confinamiento solitario, por rehusar a afeitarme la barba)”. Hay sin duda un gesto identitario bajo la firma, en el lugar suscrito, el mismo lugar de la subversión de la ley.

Si por un lado la correspondencia de Sostre, al menos las “cartas de prisión” que hizo públicas en vida, mantiene siempre un filo polémico, la correspondencia también crea vínculos de amistad y redes de solidaridad de alcance virtual o imaginativo. Las cartas producen mediaciones entre espacios y tiempos discontinuos. La correspondencia circula entre un sujeto que está adentro y otro que está afuera, o entre dos sujetos que se encuentran en el encierro, como en la correspondencia entre Sostre y Lolita Lebrón. Lolita se encontraba “cumpliendo vida” en la prisión federal de Alderson, Virginia, sentenciada a cadena perpetua por el ataque al Congreso de los Estados Unidos en 1954, cuando le escribe a Sostre el 13 de marzo de 1973:

(L. Lebrón y M. Sostre 1974) Hacía tiempo que deseo escribirle y a los efectos he tratado de conseguir su dirección, la cual, aunque la había visto en periódicos, no era del todo completa, hasta ayer que tuve el privilegio de recibir bastante literatura revolucionaria en la que venían unas ediciones del periódico Right On del Partido Panteras Negras, las que agradezco mucho a los compañeros que me las enviaron. En la edición del mismo, correspondiente a enero 15 del presente año [1973], que presenta la fotografía del compañero prisionero de guerra Ruchell Magee en su portada, aparecen direcciones de prisioneros políticos o prisioneros de guerra, como en verdad es lo que somos todos los que batallamos contra el imperio sojuzgador. Así que, habiendo ya conseguido su dirección, inmediatamente le escribo para saludarlo y decirle que desde que supe de su caso está usted muy presente en mis pensamientos y en mi corazón, al igual que todos los prisioneros que son víctimas de la opresión.

El sentido de esta carta de Lolita a Sostre se potencia a contrapelo de las discusiones que tienden a simplificar la relación entre nacionalismo, diáspora e impugnación del racismo. Es notable la apertura de la posición de Lolita, su sensibilidad (y actualización) ante las luchas de las “minorías”: “Yo soy una prisionera de casi veinte años en las mazmorras yanquis, pero deseo hacer algo por mis hermanos en prisión, tanto por causas políticas, como los que están a causa de la victimización a que E.U. somete a las minorías y a los pueblos por él dominados”.

En su respuesta, Sostre hace eco de la distinción entre “pueblo” (o nación) y “minoría”, otro eje de la narrativa diaspórica y poscolonial: “La verdad es que a pesar de que el enemigo lanza plena guerra contra nosotros en Puerto Rico, en los barrios de los Estados Unidos, aquí en la cárcel, la mayoría de nosotros permanecemos inertes, sin espíritu de rebeldía y acobardados” (Carta del 20 de abril de 1973). Es muy notable el uso fluido del “nosotros” en esta carta. Sostre desterritorializa y amplía los deícticos, las marcas identitarias, el nosotros de la lucha anticolonial, dentro y fuera de la cárcel o de los límites nacionales. La correspondencia con Lolita le ofrece una ocasión y un contexto de diálogo para reconocer sus vínculos con el legado de Betances, de Albizu (también cita a Martí en su carta), sin perder de vista el “aquí” de la cárcel en los Estados Unidos. Añade: “Es verdad, como tu dices, que soy socialista, pero también soy heredero de la filosofía de acción revolucionaria de Betances y Albizu Campos, los Padres de nuestra Patria. Por eso pienso que, aunque la lucha de liberación nacional va escalándose, carece del dinamismo de la acción armada que desde El Grito de Lares ha sido la actividad heroica del revolucionario puertorriqueño”.

La narrativa patriótica de Sostre, que también transpira en su breve intercambio con los Young Lords a comienzo de la década del 1970, probablemente fue nutrida por el vínculo entre Sostre y el abogado y militante nacionalista Julio Pinto Gandía, a quien Sostre conoció en prisión cerca de 1954, y a quien reconoce como un mentor intelectual, según Juanita Díaz Cotto (1996, 32). Lamentablemente la entrevista que le hizo Juanita Díaz Cotto a Sostre sobre Pinto García permanece inédita.

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